El fin de las metáforas

Un día, de repente, dejamos de ser mamíferos placentarios, aves noctámbulas, criaturas domesticadas por la voz del otro. Nos cansamos de asumir ciertas cualidades animales que, si al principio nos definían vagamente, los dos quisimos incorporar en nuestras apariciones públicas y en los ceremoniales privados –qué poco nos faltó para salir volando–. Aquel ejercicio creativo se volvió infantil y estúpido, tanto que volvimos a nombrarnos con el vocativo que nuestros padres habían elegido para nosotros con fines muy distintos al amor.

Poco a poco nuestro lenguaje fue desprendiéndose de las metáforas, aquellas imágenes que inventamos para reducir a poco más de una línea el espacio que, en cualquier otra circunstancia, y en honor a una minuciosa objetividad, hubiera abarcado cuatro páginas de diálogo, más de cinco minutos de lectura. Ese fue el tiempo que ganamos para besarnos y acariciarnos empleando, para ello, el idioma de los enlaces covalentes.

Dejamos de ser personajes de novela; abandonamos su discurso, sus orígenes y el móvil de sus acciones. Las frases entrecomilladas de Bukowski, o el tercer verso de la primera estrofa de aquella canción, dejaron de describirnos: perdieron su significado. Los devolvimos a la urna a la que acuden los miembros de una pareja recién nacida en busca de símiles y referencias que expliquen eso que están sintiendo cuando se quedan sin palabras (sin que tú lo supieras guardé para nosotros la última frase de la carta de despedida de Virginia Woolf).

Comprendimos que no es la hipérbole lo esencial, sino su acogida: carrillos sonrojados, sonrisa cómplice, suspensión de la incredulidad. Que la paradoja es poética, bella, incluso inteligente, y la contradicción una conducta lógica y esperable entre enamorados hasta que alguien, en un mal día, introduce en este nuevo idioma la palabra coherencia. A partir de ese momento, amar ya no es más “dar la vida y el alma a un desengaño”, sino una metarreflexión inoportuna que castiga la inconsistencia y centra la trama en las expectativas insatisfechas.

Empezaron a cansarnos las anáforas, los juegos de palabras, los ejercicios de imaginación –las cosas que no hacíamos. Nos rechinaban asonancias, calambures, epanadiplosis. Creo que identificábamos la geometría de nuestros relatos con el aspecto cada vez más cuadriculado de nuestra relación. Se nos acabaron las anécdotas y, por más que nos esforzáramos en fabular historias apenas inspiradas en nuestra insulsa vida, en ellas afloraba el pecado original.

Nuestras cartas se convirtieron en telegramas y el subjuntivo, deseoso, dio paso a un recio y marcial imperativo. El tiempo futuro dejó de importarnos, tanto que ya solo hablábamos en pasado, en jerga casi forense, o judicial. Quisimos ser Agatha Christie y desmontar un crimen que habíamos perpetrado a cuatro manos: el asesino, ya lo sabía Jim Thompson, viaja en un cómodo asiento dentro de nosotros.

La muerte del amor puede tener una explicación química o biológica, puede empezar a percibirse en la frialdad de las miradas o en cómo dos cuerpos que antes se atraían comienzan a repelerse como polos semejantes de un imán. Pero si algo certifica el fin de una relación es la muerte de un idioma, la confusión de lenguas, el momento en el que el amor deja de ser una suma de metáforas, hipérboles, símiles y animalizaciones para resumirse en una gran ironía sin connotación: uno sabe que ya no quedan esperanzas cuando un azucarillo abierto a medio usar es solo un azucarillo abierto a medio usar.

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