DIARIO FRANK SINATRA (III). No supe entender sus palabras.

Hace casi un año, durante una noche de insomnio, sentí que mi cuerpo se desplazaba ajeno a mi voluntad hasta sentarse delante del ordenador con la intención de teclear unas cuantas palabras. Tuve que esperar al día siguiente -al encender el portátil el procesador de textos seguía abierto-, para comprender el contenido. Se trataba de una suerte de diario del mismo Frank Sinatra, uno de mis cantantes favoritos. Esta es la tercera de una serie de cuatro entradas. 

Primera entrada. Invito a Ava a cenar.

Segunda entrada. Me suicido y no me muero.

6 de agosto de 1962. 

Muerta, Marilyn se halla tan indefensa como cuando estaba viva. Con su cuerpo aún caliente ya se intercambian especulaciones sobre las causas de su fallecimiento en los mentideros de la prensa amarilla. La gente que nos permite amasar fortunas y vivir rodeados de lujo es también la misma que nos mata lentamente con sus difamaciones, sus interpretaciones torticeras y sus persecuciones a altas horas de la madrugada. ¿Acaso no les basta con nuestro arte y oficio? ¿Acaso no es suficiente con dominar la escena y hacer con ello más felices a nuestras sociedades? ¿De verdad es necesaria toda esta verborrea morbosa?

La quería. No del modo en que quise a Nancy, ni de aquel otro en que todavía amo a Ava. A Norma la quería por su ternura y su candidez, por su incapacidad para defenderse a sí misma. Además, nunca le estaré suficientemente agradecido por haberme revivido en el arte de amar, aquel para el que ya me creía un inválido. Tocarla era como entrar en contacto con una red de alto voltaje.

Hoy me siento como un padre que ha perdido a su hija por no haberla sabido cuidar. Ojalá me hubiera dicho que sí cuando le ofrecí que nos casáramos. Hubiera sido la excusa perfecta para no tener que abandonarla, para habérmela llevado conmigo a cada concierto y rodaje. De esa manera no hubiera permitido que superase las dosis de autodestrucción que se administraba para sobrevivir, algo nada sencillo en su caso. Pero dijo que no, aduciendo para ello excusas bastante burdas que no lograron disimular la triste realidad que subyacía: Marilyn no me quería. No, al menos, como aseguraba que yo me merecía y como había amado a Arthur, a Di Maggio y, por supuesto, a Joe, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, ese viejo amigo común al que me imagino destrozado, huyendo de Jackie y de los medios, tratando de encontrar consuelo viendo obsesivamente La tentación vive arriba o Con faldas y a lo loco en ese blanco y negro con el que Billy Wilder supo resaltar –aún más– su belleza.

Inevitablemente asoman en mi cabeza las últimas palabras de Marilyn en mi residencia de Cal-Neva. Tratando de animarla quise convencerla de que aún podía recomenzar, ordenar su vida y volver a conquistar el cielo. Desanimada, me dijo lo siguiente: “¿Para qué molestarme? No voy a estar aquí mucho tiempo”. Y yo, como quien mantiene una conversación sin importancia fui desagradable al insistir. Sin embargo, mi memoria se ha empeñado en demostrarme que aquellas palabras habrían de explicar por sí mismas su valor en el futuro. Y es que poco después sentenció: “Me iré muy pronto, pero no te preocupes, Frankie, vendré a verte en tus sueños”.

Ya estoy deseando irme a dormir.

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