DIARIO FRANK SINATRA (II). Me suicido y no me muero.

Hace casi un año, durante una noche de insomnio, sentí que mi cuerpo se desplazaba ajeno a mi voluntad hasta sentarse delante del ordenador con la intención de teclear unas cuantas palabras. Tuve que esperar al día siguiente -al encender el portátil el procesador de textos seguía abierto-, para comprender el contenido. Se trataba de una suerte de diario del mismo Frank Sinatra, uno de mis cantantes favoritos. Esta es la segunda de una serie de cuatro entradas. 

Primera entrada. Invito a Ava a cenar.

15 de febrero de 1950.

Por fin el cuarto ha quedado despejado. Ya se han ido los policías y los bomberos, extrañados por la alarma que se había generado al pensar que Francis Albert Sinatra se había pegado dos tiros en su suite del Hampshire House Hotel de Nueva York. No daban crédito a la situación cuando han entrado en la habitación y han visto que no existía tal urgencia y que todo respondía al paisaje habitual: un par de ceniceros tirados en la cama, el minibar vacío y la ropa de Ava esparcida por el suelo. Ni rastro de balas o de sangre. Para entonces, la almohada agujereada había sido ya reemplazada. “Todo está bien, amigos, ha debido de ser una broma”, les dije.

Minutos antes, Ava había venido a verme a la habitación. Entre aliviada y cabreada comprobó que yo estaba allí, tumbado en la cama y asquerosamente vivo. No lo creía así cuando, segundos antes, recibió una llamada en la que le confesaba que ya no aguantaba más y que iba a suicidarme en aquel preciso instante. Resulta que solo era cierta la primera parte. Lo cierto es que ya no soporto más sus ataques de celos y sus reacciones furibundas; sus ataques de soberbia y su arrogancia. No fue proporcional su respuesta a mi inocente flirteo con la camarera del Copacabana. No, irse a casa de Artie Shaw y anunciármelo dejando abierta la libreta por la página donde se encuentra apuntado su número fue un acto muy ruin. Acudir acompañado por Hank y comprobar que efectivamente estaba allí, con sus hermosas piernas cruzadas y tomando una copa con su ex marido, derribó los cimientos sobre los que se asienta mi pequeño edificio. En esto del amor ser de origen italiano no es ninguna ventaja.

Desde hace unos meses no soy el mismo, soy consciente de ello. En el escenario luzco como una especie de cadáver que recuerda vagamente, en la estatura y el sombrero, al gran Frank Sinatra. Mis fieles muchachas de quince años ahora tienen veinticinco, están casadas y dan de mamar a sus hijos. Ya no quieren saber nada de mí. Pero todo es por culpa de Ava. Ella me impide centrarme en el trabajo, focalizar la atención en mi voz y en las letras de las canciones. Todo me recuerda a ella y no, por mucho que me insistan los amigos, no, no es solo por lo buena que es en la cama.

Menos mal que tengo estas pastillas. Tomaré tres ahora y a media noche me despertaré para tomar cuatro más. Quizá, así, mañana todo haya vuelto a la normalidad.

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