Arqueología urbana

Amo todas aquellas ciudades que me permiten apreciar su historia mientras las paseo. Las que conservan el viario original romano inscrito en su casco antiguo, superpuesto a la sinuosa medina musulmana, donde el visitante encuentra “incómodo acomodo”, que diría Antonio Gala. Me gusta que se erijan conservados barrios judíos, palacetes renacentistas, que los topónimos homenajeen a los oficios medievales y se escuche, aunque sea por equívoco, el rechinar del martillo contra el yunque, el traqueteo de las máquinas hilanderas. Me gustan las plazas cerradas sobre sí mismas y porticadas, donde todavía se vende la lana a un puñado de coronas o ducados, o las especias venidas de Asia a un par de reales. También aquellas más abiertas y desafiantes, aunque su suntuosidad proceda del oro esclavo de América.

Me gusta ver restos de muros destruidos a los que la paz volvió inútiles y la demografía poco prácticos. No desdeño las murallas que aún conservan su vigor, siempre que tengan sus puertas abiertas. Y aquellos fuertes con cañones oxidados que remiten a historias de piratas y nos permiten soñar en esta realidad mucho más mundana y confortable.

Disfruto recorriendo amplios bulevares por los que tous les garçons et les filles de mon âge (y más jóvenes) se promenent dans la rue deux par deux dejando a ambos lados, y empequeñecido, el tráfico rodado, ya sea en carruaje o limusina. Me gustan esos frontones que anteceden a museos y edificios gubernamentales, símbolo de una “grandeur” ya caduca que tuvo que claudicar al poder de la metalurgia y la artillería, ante la soberbia de un solo hombre. Menos mal que no ardió París.

Me gusta la ciudad-jardín británica, circular, que Howard diseñó conforme al carácter domesticado del buen británico. Me gusta el parque que sobrevivió a la especulación inmobiliaria a finales del XIX, esa manzana libre de buitres donde se desarrolló nuestra infancia. Me gusta la nueva conciencia verde que quiere construir cinturones limpios, llenar de pulmones esa ciudad postindustrial que terminó antes con los empleos de sus ciudadanos que con sus malos humos. También el jardín que imita a Versalles o a los castillos del Loira. No menos el bosque agreste que bebe de las fuentes de los cuadros de Ruysdael.

Amo la calle, a la que los romanos pusieron aceras, aunque luego se perdieran y hubiera que recuperarlas. Amo la Gran Vía, habilitada con fines eminentemente prácticos, para posibilitar el avance de las tropas y evitar las emboscadas de los rebeldes. Y por igual el estrecho callejón, la calleja o callejuela, amplio es el léxico en esta materia. Y la calle, sin más. Y hasta la trinchera por la que circulaba el tren que de pequeños íbamos a ver pasar en la estación. La estación, la estación también me gustaba, cuando no era un centro comercial.

Con verdadero placer me pierdo en la plaza que orbita en torno a una parroquia, templo de dios pero también del común, lugar de juegos más o menos inocentes, foro de encuentro de quienes dejaron la mitad de su alma en algún rincón de su pueblo. Me gusta aún más la plaza alrededor del ayuntamiento, sede del poder civil progresivamente erosionado por la falta de moral de quienes lo detentan y la pérdida de interés de un ciudadano cada vez más aislado en su propia aldea interior. Me gusta menos la plaza de toros, símbolo de un gusto y de una tradición que debe desaparecer por su crueldad, pero sobrevivir inmortalizada en el romancero lorquiano y en la antología pictórica de nuestro país por esa suerte de belleza dantesca que ahora la desacredita.

Me gustan las ciudades articuladas en torno a canales, las que se funden con un estuario defensivo o un delta excepcionalmente fértil. Las que se recorren en góndola o barcaza o por las que cruzan los ríos que un día fueron limes y al siguiente arterias en torno al corazón de Europa. Me gusta el Duero con su curva de ballesta en torno a Soria. Me gusta el Tajo que aísla Toledo y la eleva a la capitalidad de las tres culturas. Por ello mis humildes plegarias a los dioses paganos para que llueva.

Para que llueva y así podamos pasear la ciudad bajo la lluvia, fijándonos en las declaraciones de amor caducas –pues Carlos ya no ama a Laura, sino a Raquel– inscritas en sus paredes, en los juegos infantiles de los valientes que no temen al agua, en la música de esa lista aleatoria de Spotify que componen los sonidos de sus patios y cafeterías, el coro de todos sus antepasados.

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