A la radio

Cuando era pequeño, irse a la cama era sinónimo de encender la radio. Desde la mesilla de noche, a través de un trozo de plástico negro con luces rojas que anunciaban la hora, voces que creía procedentes de mundos necesariamente lejanos, se colaban en mi cuarto y me acompañaban en ese trance tan particular de “coger el sueño”, algo que no siempre fue sencillo, sobre todo si habías discutido con tu mejor amigo, si al día siguiente le entregarías una carta a la chica que te gustaba o si, a primera hora, había previsto un examen de matemáticas.

En mi caso particular, no me importaba tanto el tema que se abordaba como las características de la voz que inundaba la atmósfera de la habitación. Algunas, graves y rotundas, te sobrecogían de tal manera que todo lo que quedaba era agazaparse en posición fetal, aferrarse a las sábanas y confiar en la sucesión de las noches y los días. Otras, en cambio, con la ternura que desprendían, eran capaces de ampararte ante la amenaza de las pesadillas mejor de lo que lo hacía el rezo diario, esa suerte de letanía que pronunciaba más a modo de nana para mis oídos que de verdadera manifestación religiosa.

Lo mejor de todo era no saber nada. Ni cómo se producía la magia, ni dónde, ni cuándo, ni quién –sobre todo quién– emitía el mensaje. Si de alguna forma The Buggles tenían razón, y el vídeo mató a la estrella de la radio, esto sucedió el día en el que una cámara entró en un estudio y todos pudimos verle las arrugas, las entradas, las ojeras y los flácidos músculos a nuestro locutor favorito. Ese día, de pronto, aunque no fuéramos del todo conscientes, perdimos la fe. Vimos el plasma donde se despliega el mapa del tiempo, la colchoneta en la que aterriza el especialista de cine, la salida trasera por la que desaparece el escapista. Como diría Hemingway a propósito de su estancia en París, nunca fuimos más pobres y más felices que cuando desconocíamos el flujo de las autopistas de ondas electromagnéticas, cuando no poníamos rostro, y por ello lo imaginábamos, a las estrellas del medio.

Y nos hicimos mayores. Sí. Nos hicimos mayores a la par que la radio evolucionaba y sus retransmisiones eran emitidas por Internet. Despertamos de nuestra tierna infancia al ritmo en que los podcast hacían posible escuchar los contenidos en cualquier momento del día, volviendo profano el valor sagrado del que antes gozaba la palabra “directo”. Y aunque sigo acostándome con el cacharro de plástico encendido, el coche se ha convertido en el principal lugar para escucharla, el recinto al que acudo para encontrarme con esa vieja amiga y con esos locutores de emisoras modestas de los que, por suerte, aún desconozco su identidad. A veces, lo reconozco, arranco el coche solo para esto.

Al hacernos mayores, además, comprendimos que la radio, como su propio nombre indica, ofrece información relevante para diagnosticar la salud de un país. A través de ella hemos podido comprobar cómo todos los elementos de la vida cultural se han visto impregnados de “política” y cómo determinados campos, como Deportes o Sociedad, han visto banalizados sus discursos en pos de atraer a una audiencia paradójicamente –por ser mayor que nunca el acceso a la información– cada vez menos exigente. Sin embargo, a pesar de todo, creo que la radio es también un baluarte de las buenas costumbres, del periodismo de calidad, alejado del frentismo y la canallada. En ella sobreviven –y no a modo de excepción, como sucede en la tele– programas de divulgación científica, de difusión cultural, de humor inteligente, de intercambio de ideas, de música minoritaria,…

Es lo que tiene el menor precio de las licencias, la modesta infraestructura que es necesaria para elevar nuestra voz en las ondas y expresar lo que tenemos que decir. Porque al pensar en la radio lo hago también en ese programa dirigido por el «Hombre Lobo» en American Graffiti o en Robin Williams despertando a las tropas con aquel “Good morning, Vietnam” desde su modesta cabina. También en Fraser, el psiquiatra, y en ese “le escucho” con que daba paso a oyentes necesitados de ayuda psicológica. Y en mí, por supuesto, en el pasado, en el presente y en el futuro. En mí mismo cerca de un aparato de radio que me informa, me sugestiona o, simplemente, me acompaña en la soledad de una noche de insomnio.

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