Siempre nos quedará Alhaurín

Es lo que tiene ser una lámpara y estar colgada del techo: desde mi posición todo gran hombre es pequeño y toda bella mujer, poco más que una mata de pelo sobre la porción saliente de sus caderas. Y es lo que tiene ser española, que naces con oídos especialmente agudos y percibes hasta el más tenue suspiro. Sin embargo, ahora, a causa de que el local donde me hallo ha cerrado para siempre sus puertas, no puedo más que relataros la vieja historia del Rick´s café. No el de Casablanca; el de Marbella.

Es probable que hubiera un sol crepuscular rematando el horizonte el día, más bien la noche, en que el Rick´s Café quedó inaugurado. Digo probable, porque todo se llevó con suma discreción y las ventanas de madera que daban al ayuntamiento permanecieron selladas hasta las diez y diez, la hora justa en que el jornalero marroquí, reconvertido a botones, descubrió que Dior, Burberry o Armani no eran los invitados, sino los diseñadores de las chaquetas que, con sumo cuidado, clasificaba por orden de llegada en un cuarto destinado para ello.

Mientras, un muchacho libanés, de voz grave y timbre agradable, daba la bienvenida a las parejas formadas por barrigudos con bigote y pulcras damiselas que les rodeaban el brazo a la altura del codo. «Bienvenidos al Café del Rico» gritaba el joven. Ellos, a pesar de indicar en sus currículums un alto nivel de inglés, sonreían gustosos por la recepción sin entender ni una palabra del equívoco existente entre Rick y “rich” que tanto empeño puso en desembrollar, sin fortuna, Javier, el asesor de Fermín, dueño de este garito.

Qué decir del señor Muñoz, don Fermín, el Kaiser, como le gustaba hacerse llamar. Le conocí el día en que su mujer, Dolores, Lola, Cleopatra, como le gustaba hacerse llamar, me eligió entre todas mis hermanas creyéndome de oro recién extraído de Minas Gerais. Jamás vi ese preciado metal hasta que llegué al Rick´s y, sin embargo, de tanto escuchar hablar de él, empecé a creerme una auténtica diosa. Aún recuerdo excitada los ojos llorosos de Pepe, Pepillo, Alibaba, como le gustaba hacerse llamar a mi antiguo amo, cuando logró sacarles por mi venta una moneda romana, con César en el anverso, que el Kaiser utilizaba para dilucidar entre sus dos hijos quién iría de copiloto en su Mercedes. Resulta, y siento ser tan chismosa, que Alibaba obtuvo cinco mil dólares en una casa de subastas la cual, finalmente, extrajo por la pieza veintitrés millones de billetes verdes de esos con George Washington con la mirada perdida. Resulta que era un ejemplar único. Os lo podréis imaginar. La casa era suiza, Alibaba un thuareg asentado en Lavapiés y mi jefe, un honrado albañil que, por compras como la mía y algún que otro chanchullo, es dueño de cien kilómetros de línea de costa. Y es que luego os hablaré del papel que iba enrollado en uno de mis tentáculos. Parecía inocente aquel folio mecanografiado.

Siento ser tan desordenada en la deconstrucción de los hechos. Al fin y al cabo, nunca fui a la escuela. Fermín, en cambio, sí. Dos días más que yo. Los que tardó en darse cuenta de que aquello no era el mágico centro de formación de funcionarios donde se vivía tan bien y de manera tan estable. No, allí había que cortar, pegar y pintar sin salirse de la raya. No era ese paraíso del que su padre le había hablado, en el que con el paso de los años el salario se multiplica al mismo ritmo con que se reducen las horas de trabajo siempre, claro, que tengas la picardía requerida para un puesto de tanta responsabilidad.

Dejadme hablar de mi casa, la que presido desde la cumbre, en la que tantos sueños expiraron y tantas damas perdieron su condición. Del Rick´s, de sus blancas paredes y de su piano de cola con teclas de plastilina. No sonaba el «As Time goes by», sino la guitarra de Rafaelillo, un ingeniero de caminos sevillano sin empleo que tocaba «Como el tiempo pasa, dinero planta», un éxito en las listas de venta del rastrillo y una de las piezas musicales que más le gustaba escuchar a Cleopatra antes de encamar con el Kaiser en un lecho cubierto de billetes morados. Y aquello, por desgracia, no lo conozco de oídas.

Os prometo que con ella se acaban las presentaciones. También se me acabarían las palabras si en vez de lámpara fuera candelabro y tuviera que describir a la diosa que llegó desde el Círculo Polar Ártico para rescatar el mito de Freija. No alcanzo a comprender cómo sus curvas esculpidas en hielo caían derretidas cada vez que Fermín se ajustaba el pantalón alzándolo sobre su ombligo. “Normal que lo llamen Kaiser”, pensaba entonces la princesa noruega ante la inquisitiva mirada de la Lola. Nunca supe su verdadero nombre, aunque la llamaban Ingrid. Creo.

Situémonos ya en la noche en que ocurrió todo. Ayer, si mal no recuerdo. El Rick´s estaba repleto. No faltaron a su cita las más ilustres plumas de nuestras mejores revistas, que luchaban entre sí por alcanzar una exclusiva acerca del adulterio que, creían, se estaba cometiendo en las paredes de mi querido tugurio. También estaba ese viejo torero viudo y retirado, abrazado a una botella de whisky con la que bailaba la canción más conocida de su esposa fallecida. Creo que entre todos los presentes no serían capaz de aprobar un examen de Conocimiento del Medio de Primero de la ESO ni con un buscador virtual encendido. Eso sí, de ceros a la derecha eran doctores en Cambridge.

Sonaba en un rincón el himno del Sevilla Club de Fútbol, que pronto fue acallado por los aficionados del Málaga. Y entre cántico y cántico, algunos jugaban al bingo o a la ruleta. No así mi jefe, Fermín, que departía excitado con un señor  de pelo cano engominado vestido con un traje oscuro. Apenas alcancé a escuchar unas palabras. Creo que se jactaba de juguetear cada noche con los pechos de Ingrid sin que la Lola sospechara nada. Eso pensaba él, claro. Cleopatra, por su parte, conocedora de la infidelidad de su marido ya había iniciado el cortejo de un joven cantante almeriense famoso por sus rizos y por sus estúpidos giros sobre el escenario.

Sin embargo, en el Rick´s el amor, o mejor dicho el sexo, siempre fue lo de menos. Eso, salvo que fuera el medio utilizado para lo que de verdad importaba en aquel recóndito lugar: forrarse. Y para ello, mujeres y hombres, no dudaban en convertirse en instrumentos de lujo. Pero claro, quién iba a pensar que no tendrían compasión de una pobre lámpara

Cuando vi al libanés izar una escalera hasta mis bajos y subir a través de ella ya sabía lo que iba a hacer. Nada erótico, claro. Eso aquí no importa. Simplemente cumplía la orden de Fermin de recoger el papel que yo custodiaba en lugar seguro, lejos de aquel policía honrado que visitaba el Rick´s de vez en cuando. Presto se lo entregó al amo, quien lo desdobló delante de su amigo de traje oscuro. Me pareció poco discreto el cuervo con las alas desplegadas en la esquina superior derecha del folio. Si aquel debía ser un papel confidencial, ¿por qué, entonces, llevaba las siglas de Partido del Pueblo?

De pronto, y sin motivo aparente, la habitación donde se jugaba a la ruleta se transformó en un inocente salón de baile y el bingo, en un karaoke. Acababa de entrar el comisario Tejero y todas las sonrisas se torcieron mientras los acordes de la guitarra de Rafaelillo empezaron a sonar desafinados.

–¡Quieto todo el mundo! Sabemos que en este bar se trapichea con actas de diputado en busca de la inmunidad parlamentaria.

–Comisario -intervino Fermín-, déjese de cuentos y tómese una copa mientras aclaramos este asunto.

El comisario se negó en rotundo y el kaiser hubo de apelar al plan B. El libanés lanzó una bomba de humo que hizo que el local quedara en tinieblas. Sólo pude ver parte de lo que sucedía. Así, por ejemplo, el torero viudo se deshizo de la botella y se aprovechó de la falta de visibilidad para tocar toda la carne que pudo. Rafaelillo se aferró a su guitarra y logró hacer sonar los acordes del «All you need is love». Se escucharon disparos, gritos de pánico y a algún despistado cantando bingo. Pero lo esencial transcurría en la puerta del establecimiento en la que se hallaban Fermín e Ingrid.

–Te acusarán, Ingrid. Te declararán culpable de haber amenazado a cargos públicos, de haber estafado a Hacienda, de haber ordenado construir en pleno Parque Nacional y en primera línea de playa. Toma, ten esto y quedarás libre.

–Ven conmigo, Fermín. ¿Qué haré yo sin tu protección y tu poder?

–No, toma esta acta de diputado. De no hacerlo te arrepentirás. Tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero pronto y para toda la vida.

–Nunca te olvidaré, Fermín. Siempre recordaré donde nos conocimos. Siempre nos quedará Alhaurín.

Ingrid abandonó el local sabedora de que con aquel papel firmado podía regresar tranquilamente a su mansión. Pronto estaría dándose un baño mirando de frente al último Picasso adquirido en una subasta. Por su parte, toda vez que el bar ya se encontraba vacío y el humo se había ya difuminado, el kaiser se encontró cara a cara con el comisario Valverde.

–Hay que ver la que has montado para que el bar de tu amigo Julián no tenga competencia. En fin, así se distraerá la atención y, cuando registren mañana el local y no encuentren ningún acta de diputado, quedaré absuelto de todo cargo. Porque espero que hayas informado bien a tu amigo el fiscal de que no se trataba de amenazas, sino de sugerencias, y de que el juez encontrado muerto se suicidó.

–Está todo claro, Fermín. Podrás seguir delinquiendo impunemente. Brindemos con un poco de agua de Valencia.

–Por nosotros. Porque presiento que este es el comienzo de una bonita amistad.

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