Hombre vivo, hombre muerto

Ayer le felicité el cumpleaños a un amigo recién fallecido. Me di cuenta horas después, al echar de menos el protocolario “me gusta” con su consiguiente comentario breve y educado. Así empezó a horrorizarme la idea de que mis perfiles en redes sociales sobrevivan a la fusión de cuerpo, alma y sombra que escribe estas palabras.

No sé si alguien se ha parado a pensar cómo complica este hecho la labor elegíaca que le es propia a los familiares y amigos los días posteriores al luctuoso desenlace. ¿Cómo defender que el finado era un buen hombre si en su muro sobreviven comentarios políticos, fotos que no habría hecho públicas ni su peor enemigo y frases de Paulo Coelho?

Tampoco estoy seguro de que la sociedad haya valorado en su justa medida la crisis que atraviesa el misterio como motor de nuestras vidas. En el pasado, cuando un escritor famoso moría, amantes, detectives y lectores iniciaban un desesperado rastreo de documentos, testimonios de terceros, fotografías de alcoba,… De todos los escenarios posibles, el mejor era el de la búsqueda infructuosa. Sobre lo que se ignora se escriben fábulas y relatos fantásticos que iluminan la cara del más exigente de los niños. Sobre lo que se sabe, crónicas que a duras penas satisfacen la modesta pretensión del votante de a pie.

Siento que la siguiente afirmación pueda parecer cínica o cruel, pero pensándolo bien, me preocupa más la orfandad del perfil de Facebook que el muerto y los familiares que hacen que lloran desconsolados. ¿O acaso no es trágico pensar en cientos de notificaciones ignoradas? ¿En decenas de mensajes privados que le citan para un café, que simulan preocupación o interés y no obtienen respuesta? ¿Quién comentará en su nombre, a partir de ahora, la última jugada polémica, el último divorcio sonado? ¿Quién llorará, desde el sofá de cuero, por el pobre, el refugiado, el deprimido? ¿Qué clase de psiquiatra cura al avatar que ha perdido la ilusión de compartir para no sentirse solo?

Me inquieta la pérdida de intimidad del muerto, el que pueda verse alterada la tranquilidad con la que antes, incluso el hombre más atormentado, encaraba su partida provisto de la conciencia de que este hecho supondría una especie de tabula rasa de todo lo vivido. Es cierto, algunos dejaron herencias del tamaño de un imperio que a buen seguro desatarían guerras civiles, hijos por educar, amantes por satisfacer, pero, ninguno, tanta carnaza susceptible de ser analizada fuera de contexto. Si la muerte tenía algo de bueno, además de la extinción de los procesos penales y la obligación tributaria, y el olvido de todas las infidelidades sufridas, era el anonimato definitivo, imperturbable.

En fin, lo que os decía, sigo con mal cuerpo desde ayer. Por fortuna, me informa mi hermano de que Facebook también ha pensado en ello y nos ofrece la posibilidad de dejarle hecho un «testamento digital» a nuestra cuenta en la red social (yo ya estoy en ello). Lástima que mi amigo no hubiera tomado esta precaución. O que algún familiar hubiera tenido el buen gusto de eliminarla o convertirla en un perfil conmemorativo. Me habrían evitado este mal rato: reflexionar sobre la existencia virtual. Tener que escribir sobre ello. No recibir ni un mísero «gracias» a cambio de mi generosa felicitación.

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