Los discursos del miedo

Tomó la palabra el miedo y acalló, con su sola presencia en el estrado, el rumor que hasta entonces podía escucharse en su cabeza. No bajes esa escalera. Tu tío te puede prestar unos aperos y enseñarte a labrar. Tus abuelos poseen tierras cerca del regato e incluso algunos terrenos son aptos para la vid. El pueblo es la solución.

Javier hizo ademán de retroceder. Amarró las maletas con sus grandes manos y se asomó nuevamente a la plaza, golpeada por el sol de mediodía. En ella, una charanga esperaba la finalización de la misa para acompañar en procesión al santo, mientras algunos gatos jugueteaban con los vasos de plástico que quedaron tirados tras la verbena. Los hombres mayores, sentados en los bancos de granito, leían la prensa aguardando a que abrieran los bares. Del número siete de la Calle la Flor, una de las que dan acceso a la plaza, surgió, entre tanto, la silueta inconfundible de Rocío, de formas rotundas, aunque ni mucho menos gorda.

–Javier, ¿qué pretendes hacer con esas maletas?

–Hola Rocío, es hora de marchar.

–¿De marchar? ¿Dónde? ¿De vacaciones? Qué suerte tienes. ¿Te puedes creer que a mis quince años aún no he podido ver el mar? Cuéntame cuando regreses, por favor, cómo es, y si son tan grandes sus olas como dicen. Volverás y me lo contarás, ¿verdad?

–Me voy a la ciudad, a estudiar y forjarme un porvenir. Vendré algún día de verano a ayudar a mi padre con el ganado y a darle compañía a mi madre, solo eso. Por lo demás, ¿aquí que se puede hacer?

–Pero aquí estoy yo. Y los chicos, y María y Raquel. Cómo se va a quedar Raquel cuando se entere… ¿Lo has pensado alguna vez? No sabía que fueras tan egoísta.

–Quiero aprender de letras y ser escritor. Tras esos escalones diviso al fin la libertad que me negó el hecho de nacer en esta comarca llena de campos fértiles pero yerma en esperanzas para nuestra generación.

Rocío no le replicó. Simplemente salió corriendo por los soportales camino de una casa que conocía bien. Si hubiera sido valiente haría un rato que hubiera estado ya en la parada de autobús. Nadie le habría visto y a nadie hubiera tenido que dar explicaciones. De vuelta en la escalera, sentado en el segundo peldaño, esperó paciente a que las dos muchachas vinieran.

Habló el miedo de nuevo y volvió a silenciar el murmullo que emitían, con sus voces, los compañeros de reunión. Quédate con Raquel. Ninguna otra mujer en el mundo podrá cuidarte como ella. En la ciudad todo es superficial, provisional, pan para hoy y hambre para mañana. En la ciudad nadie quiere a nadie.

Un veloz zapateo le sacó del pozo de sus pensamientos. Inclinó su cuerpo hacia atrás y giró bruscamente el cuello para poder contemplarla. “Qué bella”, pensó al verla avanzar con la coleta oscilando al ritmo de su carrera. Qué grácil su escueta cintura, por donde la solía tomar para elevarla al cielo y besarla. Y qué sugerentes sus labios, a los que nunca les hizo falta carmín para incitar al pecado.

Javier se levantó súbitamente sorprendiendo con ese gesto a Raquel, a quien aprisionó en un abrazo. Ella no quiso disimular sus lágrimas y, acto seguido, como recuperando la conciencia de la situación, lo empujó contra los grandes bloques de la iglesia.

–¿Qué es eso de que te vas? ¡Y encima sin avisar! ¿Quién te has creído que eres, Javier? ¿Quién te has creído?

El chico intentó borrar con su dedo índice cada una de las lágrimas que se derramaban por las mejillas de Raquel. Pero no pudo detener su sollozo. Ni ella tampoco se lo permitió tomando una distancia que consideró apropiada para la gravedad del momento.

–¿No te acuerdas?

–¿De qué?

–De aquella noche de agosto, hace dos veranos, en la que me prometiste que estarías siempre a mi lado.

–Los tiempos cambian y lo que se dijo un día no vale al siguiente. Ya no somos los mismos ni son idénticas las circunstancias. Compréndelo.

Tras una breve pausa, con el ritmo de la respiración ya normalizado, Raquel, como transformada en una mujer adulta, tomó la palabra.

–Si en realidad lo entiendo. La ciudad está llena de oportunidades. Créeme que yo también me iría si no tuviera que atender a mi madre y ayudar a mi padre en el hostal. Perdóname, no debí comportarme de esta manera. Pasará el tiempo y me acostumbraré a no verte. Serás solo una pérdida más. Perdona que haya sido tan tonta y tan niña. Ahora vete, anda, que el autobús debe de estar al llegar.

Aquello sí le dolió. Solo una pérdida más. La vida como una constante despedida. Cuánta razón tenía Raquel, siempre tan reflexiva tras esa apariencia de simplicidad. Una despedida. Y otra, y otra más. Una por cada peldaño que ahora descendía a pesar del temblor que acompañaba a sus piernas y de los escalofríos que recorrían su cuerpo. No mires hacia atrás. Ya es tarde. Puede que esté mirando o tal vez no. Y en cualquier caso te dolerá. Sigue adelante. Ahora solo queda escapar. Aunque el miedo había cambiado de discurso, aquella escalera le parecía a cada segundo más angosta. Tanto que, al fondo de la misma, la vista se le estrechaba y apenas le permitía divisar, a través de una rendija, el autobús que estaba a punto de partir.

Corre, no hay vuelta atrás. Corre y sube a ese autobús. Pero se detuvo. Y desandó la senda, escalón a escalón. Y, efectivamente, Raquel ya no estaba. Y al llegar arriba, y al volver a contemplar la plaza, la charanga ya se había marchado, los bares habían abierto y los gatos seguían jugando. La vida continuaba.

Mañana regresaría al borde de la escalera y volvería a intentarlo.

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