Por Dió y por España

La escarcha empezaba a retirarse cuando el reloj de la iglesia, situada en un extremo de la Plaza del Altozano, terminó de dar las doce. Los habitantes del barrio, sin distinción de clases, saludaban al invierno vestidos con bufandas, gorros, orejeras, guantes y abrigos de distintos materiales desde la vaca hasta el visón. Incluso Fabián, empadronado en la puerta de la sede parroquial, había ahorrado lo suficiente como para hacerse con una chaqueta de lana que tenía a bien cubrir su ombligo. La crisis había contribuido al nacimiento de nuevas profesiones. Así, los jóvenes que habían cambiado la tradición de pedir el aguinaldo por salir a emborracharse con el dinero de los padres en Nochebuena, ahora vendían calendarios por las calles para poder ingresar unos eurillos en las arcas familiares. Sí, era la víspera de Navidad. Pero sólo para unos pocos. Fíjense, si no, en lo mal que estaban las cosas, que hasta el gordo de la lotería se había negado a salir del bombo al quedarse atrancado en la boquilla. Los más escépticos hablaron de mala suerte, pero las más avezadas mentes de la sociedad civil se atrevieron a mencionar la posibilidad de que se tratara de una estrategia de ahorro por parte del estado.

Mientras, en la puerta del bar de la Chus estaban reunidos Jacinto, Segismundo y la Jimena. Y allí, mal que les pesara a los contertulios profesionales, es donde se cocinaba el futuro de la nación. Los tres, cigarrillo en mano, departían sobre fútbol, toros, economía, política e, incluso, sobre la monarquía, tema tradicionalmente tabú en la cantina, pero ineludible en el día en el que se rumoreaba que el rey daría el discurso de Nochebuena a oscuras. Para ahorrar, ya saben.

–Me temo que no se atreverá. Ya ha dado una rueda de prensa el presidente de la principal eléctrica española diciendo que ahorrar en luz no es la solución, que es mejor que nos olvidemos de fumar, de tomar el café y de tener hijos. Ah, y que de tres comidas diarias nada de nada. Que nos sobran calorías.

–Calle, calle Jimena. No pretenderá hacerle caso al primero que abre la boca en televisión. Lea un poco a Mao y sabrá cuál es el camino.

–Habló el doctorando en filología china. Jacinto, por dios, parece mentira que no sepas quién es el actual profeta.

Segismundo leía cada mañana la prensa deportiva en el portátil que le había regalado su nieto. El hecho de haber nacido el mismo día en que se levantaron los militares del norte de África le convirtió, de pronto, en fascista, madridista, católico, apostólico, racista, machista y bigotudo. Porque Segis era un firme creyente en el destino. Así, una tarde cuando aún se podía fumar en el interior del Bar de la Chus, afirmó, sin dudarlo, que le hubiera gustado ser homosexual y del Barcelona, pero que no podía renegar de la fecha de su nacimiento. Es más, pudiendo haber sido el socio número 2.500 del Real prefirió esperar unos años para poder ser el 18.736. Ello le costó perderse varias Copas de Europa. Cosa del destino.

Jimena no tenía nada que ver con Segis. Se declaraba enamorada de la vida y del dinero, admitiendo, eso sí, que aquello era una redundancia. Se enteraba de las noticias por su amante, veinte años más joven, al que cada mañana, mientras se abrochaba el sujetador, le pedía que enchufara el canal de noticias veinticuatro horas antes de que este se fuera a trabajar al Congreso de los Diputados. No, no es político, es camarero –he dicho a trabajar–. A sus cincuenta y dos años había desestimado tantas ofertas de matrimonio que le resultaba imposible desembarazarse del cartel de mujer fatal que todos, en el barrio, le habían colocado. Quizá tuviera que ver en ello el que dos de sus pretendientes se hubieran suicidado poco después de conocer su negativa. «¿Y qué le voy a hacer yo?» pensaba ella. Fiel seguidora de los concursos culturales, afirmaba leer un libro cada semana.

Y qué decir de Jacinto, el bolchevique de la cantina, siempre presumiendo del moreno que había cogido acampando junto con los indignados de Sol. «Todo de todos, nada de nadie» era su lema. Lo llevaba escrito, incluso, en el banderín del interior de su Porsche. Jamás se invitó a una ronda porque decía que el consumo incita al consumo tanto como la violencia incita a la violencia. Con su palabrería se ganó el corazón de la Chus y de ahí que todas sus consumiciones las pagase la casa.

–¿José Mourinho? Tú te has vuelto loco de remate Segismundo. Ya sé que tu destino te obliga a idolatrar a pedantes enamorados de sí mismos, pero esto es pasarse. Con la que está cayendo Segis, con la que está cayendo.

–Y a ti qué más te da Jacinto. Déjale al hombre que cumpla con su deber en la Tierra. Si supierais cómo conocí yo a Don José.

–¿Que conoces al Mourinho? Venga Jimena, déjate de memeces.

–Que sí Segis, querido, a Mourinho y al Pep. Los vi cuando estaban juntos tomando una bebida sin azúcares añadidos brindando por toda la panda de patanes que componen este país y que les permiten vivir mucho mejor que científicos, médicos o catedráticos. Ellos, que solo saben de fútbol.

Dos manzanas más al norte, aún en el barrio, un antiguo profesor de matemáticas, despedido al suprimirse el concierto, sacaba fuerzas de flaqueza para limpiar otro portal más. Necesitaba el dinero para comprar antes de que cerraran las tiendas la camiseta del Club Deportivo Alcorcón, la oficial, a su hijo de dieciséis años, matrícula de honor en todo lo referido a la picaresca, un inútil incapaz de recitar los dos primeros versos de la tabla del cuatro.

«Así limpiaba así así, así limpiaba así así, así limpiaba que yo la vi». «Ya no hacen mujeres como las de antes. Si hasta llevan barba de cuatro días». Los jubilados, ignorantes de que pronto también sus ingresos se verían sometidos a la afilada tijera del gobierno, eran los tipos más duros del barrio y caminaban, despacio, hiriendo a diestra y siniestra, con sus ácidos comentarios, a parados, progresistas, indignados, toreros, obreros,… El joven de cuarenta y tres años aguantó como pudo los ataques frontales de los cuatro ancianos, cuyas camisetas, leídas una a continuación de la otra, rezaban: «ORGULLOSOS DE SER PENSIONISTAS».

Pero no se crean que todo eran desgracias. Fermín, un caballero de otro tiempo, un hidalgo sacado de las novelas del siglo XVI, estaba llenando su bolsa de la compra con cigalas y centollos para compartir con toda la familia. Su mujer, toda una sentimental, le había rogado que invitara también a alguno de los antiguos empleados de su empresa de construcción, a los que había dejado en la calle tras asegurarse de que ninguna de sus propiedades sería utilizada como medio de pago tras decretarse el concurso de acreedores. Hasta un sobrino suyo, de tres años, era ya dueño de una hacienda en la provincia de Jaén. Fermín decidió, finalmente, que cada uno estaría mejor en su casa, que no quería incomodar a nadie.

De regreso al Bar de la Chus nos encontramos a un Jacinto pensativo reflexionando sobre las nuevas clases surgidas con el nuevo siglo.

–¿No os dais cuenta de que nosotros, los fumadores que nos reunimos a la puerta de los cafés, constituimos uno de los nuevos colectivos surgidos al albor del nuevo milenio? Todo gracias a quienes nos tacharon de viles agresores de la salud pública y nos recluyeron a las entradas de los establecimientos obligándonos a soportar los húmedos vientos del oeste y las heladoras ventiscas del norte.

–Pues ahora sí que te doy la razón Jacinto. Nos vilipendiaron y nos marginaron. Si hasta quieren que las películas en que aparecen los actores fumando sean para mayores de dieciocho años. Cómo van a aprender lo que es el amor nuestras jóvenes si no pueden ver Casablanca hasta años después de que hayan practicado el sexo con rufianes de toda índole.

–Pero Segis, ¿por qué crees que todos los jóvenes son iguales? Se nota que no estás metido en su mundo y que no sabes valorar a quienes saben mucho más de lo que sabíamos nosotros a su edad.

–Se nota que tú estás muy metida Jimena, muy metida.

–Hasta las trancas añadiría yo. ¡Mirad! ¡Hay alguien tendido en la acera de enfrente!

No se pusieron nerviosos. Encendieron su cigarro, pidieron un nuevo café y se acomodaron a la entrada de la taberna para observar el corrillo que se estaba formando en torno al hombre que yacía sobre las baldosas. Bueno, en realidad eran solo dos personas. Y qué peculiar forma tenían de ayudarle. Le vaciaron los bolsillos en un intento de que, con menos peso, pudiera levantarse. Le sacaron sesenta euros, una foto de una mujer y una cadena que tenía de oro lo que la Chus de hermosa.

Pronto apareció un joven de unos dieciséis años con una camiseta oficial del Alcorcón de la que se había adueñado gracias a un ágil tirón y a una felina carrera por toda la calle Rigual.

–Qué cabrón eres papá. Aquí tumbado mientras yo me jugaba la vida a cambio de esta camiseta.

Le propinó dos patadas en el costado y al ver que no reaccionaba hizo un ademán de abandonar el cadáver. Sin embargo, en un ataque de humanidad, decidió que sería adecuado darle sepultura. Extrajo una de las cien hojas que permanecían en blanco en su cuaderno de Historia del Arte y en ella escribió unas palabras. Miró en todas las direcciones, ajustó el papel bajo el cuerpo inerte e hizo una llamada sin poder disimular su nerviosismo.

Toda vez que el joven se hubo ausentado, Jacinto, desoyendo las plegarias de la Chus, se acercó al muerto y extrajo el papel. Dotando de la solemnidad necesaria a la lectura de aquel documento escrito, el bolchevique esperó a que sus dos compañeros de cigarro y la Chus, pudieran verlo al mismo tiempo. Y esto fue lo que encontraron.

«Se ruega le den un vuen entierro a este ombre que aunque bago y mal padre murió por Dió y por España».

Allí permaneció el cadáver, hasta que el olor se hizo tan insoportable que vinieron a recogerlo los municipales. Allí, en el centro de aquella acera de esa calle transitada que Jimena, Jacinto y Segis abandonaron a las ocho de la tarde, cada uno en un sentido, para reunirse con sus respectivas cenas de Nochebuena, un pavo al horno, un bacalao en salsa y un pato a la naranja que se comerían muy despacio para que cada paladeo hiciera más reconfortante y frugal la soledad que les rodeaba.

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El asesinato de Juan Rodríguez sería juzgado trece años más tarde. Los presuntos implicados salieron libres tras apelar a una sentencia de un tribunal iraní que aceptaba la eximente por legítima defensa en casos en que se trata de proteger el honor del género masculino. Su hijo, Abel Rodríguez, se convirtió al islamismo, falsificó el título y actuó como letrado en defensa de los supuestos asesinos de su padre. «Por marica».

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