Ser otro

Cuando hasta el más mediocre ser humano de entre los siete mil millones de habitantes que pueblan el planeta, aspira a definirse en función de sus gustos y valores, referentes culturales, amigos y enemigos. Ahora que se vierten por millares teorías sobre paranoias identitarias en escalas teóricas tan dispares como la caverna o la nación. En el período histórico en el que el YO acaudilla al resto de pronombres y el ego se refuerza para regocijo de marcas que venden la misma distinción a unos y otros, quisiera no estar escribiendo estas letras, no reconocerme en la pintura realista del espejo de enfrente, no sentir el espesor de la saliva que se mezcla con el café.

En este tiempo de avatares que se apropian de sus dueños, de seres que responden a nombres por pura asociación, solo anhelo despreciar el aire que me mantiene vivo, ignorar la huella que dejan mis pasos. Olvidar, como ya hago, las palabras que dije y que otros, en cambio, malintencionados, tienen la fea costumbre de recordarme. Definitivamente, no quiero responder de la firma que la mano, educada desde el colegio, acostumbra a introducir a modo de rúbrica al final de textos, como este, cuya verdadera autoría corresponde solamente a la vanidad.

Hoy, que el ignorante igual da clases de medicina que hace política desde su cubil. En este incierto terreno en el que hasta las sombras se autorretratan para compararse entre sí e impresionar a otras sombras. En este mundo de cristales que creemos ventanas que dan a paisajes, pero que no devuelven más que nuestra visión deformada, yo –y tiemblo al pronunciar el sonido de este monosílabo–, solo quiero ser otro.

Levantarme siendo un ser distinto cada día. Sin el pasado actuando como corriente que cercena senderos o barrote invisible que no niega la falsa idea de libertad. Despertarme en un tiempo irreconocible, con todo por aprender y nada que perdonar. Despojado de la indumentaria que nos constriñe a comportarnos de una manera concreta. No hay norma o costumbre que valga en este mundo ideal. Y si la hubo, nadie la recuerda.

Habitar otro tiempo, eso quiero. No mi tiempo ni el de mi generación. Ni siquiera esta era. Un tiempo que ninguna especie, embebida de soberbia, haya osado dividir a través de sistemas decimales o sexagesimales. Y en otro espacio, por supuesto, carente de toda referencia telúrica, en el que todo mi vocabulario se vuelva inútil y se haga necesario inventar un nuevo idioma.

No generar vínculos, por favor, prefacios de pérdidas difíciles de superar. No ser hermano, primo, padre o hijo de nadie ni nada que pueda morir. No asociar una idea al rojo y al gualdo, tampoco al morado. Marcar una cruz solo para guiarme sobre un desierto que el viento moldea a su antojo azaroso. No amar.

Amanecer cada día en un cuerpo distinto, que no tenga tiempo de despreciar. Ser títere igualmente, claro, eso es inevitable, pero no saber nada del titiritero, de su presencia o ausencia, de su destreza con las cuerdas, de su cinismo o maldad. Ser autómata que sobrevive al día y se duerme con la conciencia de saber que mañana no habrá reproche procedente del otro lado de la cama, del otro lado del teléfono o del viento.

Ser otro.

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