Yo también pregunto

No sean ingenuos. La literatura lleva siglos haciendo política con otros medios, cifrando mensajes ideológicos (muchas veces de forma inconsciente) y presentándolos en forma de pequeñas historias que apelan a sentimientos y emociones universales, los mismos de los que está salpicado el “procés” o desafío soberanista, otro simple ejemplo, este de la terminología, de la carga ideológica que encierra el lenguaje por el solo hecho de ser el vehículo que descodifica con mayor eficacia (menor pérdida de información y mayor cantidad de receptores habilitados para comprender el mensaje) el contenido de la mente humana.

Lo cierto es que me interesa el “pulso independentista”, o el “legítimo intento de llamar a las urnas a los ciudadanos”, según se mire. Me interesa desde el momento en que más de una lógica se contrapone. La ley, fuente primaria del derecho, emanada de la soberanía popular representada en los parlamentos, parece constreñir la voluntad general, base del contrato social rousseauniano. El derecho de autodeterminación, creado ad hoc en la época postcolonial para articular una separación pacífica de las colonias respecto a las diferentes metrópolis es invocado en un contexto muy diferente como derecho fundamental de los pueblos, concepto, este de pueblo (y el espíritu del pueblo), cuya génesis hay que situar en el Romanticismo, época del auge de los nacionalismos, esos que según Baroja se curan viajando.

Las narrativas de ambos bandos, constitucional e independentista, se acuartelan en una serie de argumentos que convencen a sus bases. Nadie concede un punto de razón al adversario, nadie osa realizar una concesión que pueda apuntar a aceptación de la derrota. La batalla dialéctica está llena de testosterona –aunque haya mujeres protagonistas–, no es feminista ni solidaria, tampoco generosa o intelectualmente humilde. La estadística confirma que nadie puede estar totalmente en lo cierto, pero nadie, nunca, contra el tantas veces citado sentido común, lo piensa reconocer.

A pesar de todo, y pese a tener una opinión propia que a buen seguro ya ha asomado la patita entre las líneas anteriores, quisiera salpicar este debate tantas veces maniqueo, en el que todo argumento es válido si favorece la tesis propia e inútil si acredita la ajena, de preguntas. Preguntas, sí, muchas de ellas retóricas y tendenciosas, como todas lo son en cierta manera, también las de los que jurarán ser objetivos y honestos. Preguntas que muchos responderán con rotundidad, sin margen para la reflexión o el titubeo. Con la rotundidad monosilábica, carente de matices, del sí o el no al que parecen abocados a enfrentarse los ciudadanos catalanes.

¿Será la República catalana el paraíso perdido de Milton? ¿La Arcadia de los antiguos griegos? ¿Tras la proclamación de esta nueva forma de gobierno dejará de haber corrupción en Cataluña? ¿Minorías? ¿Pobres? ¿Situaciones injustas? ¿Delincuencia? ¿Decisiones judiciales que solo convenzan a una parte? ¿Actitudes de las fuerzas de seguridad consideradas arbitrarias por quienes las padecen?

¿“De la ley a la ley”, uno de los lemas de la transición a la democracia en España, es una cláusula innegociable en todo cambio político? Si las mayorías sociológicas se renuevan, ¿deben estar sometidas a las precauciones que incluyera el legislador para salvaguardar aquella mayoría y la estabilidad derivada o pueden expresarse de alguna otra forma pacífica para conseguir sus propósitos?

Recuerdo como si fuera ayer las clases de Derecho Natural del profesor Rodilla y la clasificación en normas que imponen deberes y normas que conceden facultades. ¿Cuál es el equilibrio perfecto? ¿Es superior, acaso, la facultad para decidir que se ha arrogado el gobierno catalán a los deberes incluidos en las normas en vigor en dicho territorio? ¿De dónde procedería esa primacía –¿este contrasentido?– del derecho jerárquicamente inferior sobre el superior? ¿O se trata de una cuestión de derecho particular sobre derecho general? ¿O de Derecho Internacional, tal vez la mayor entelequia creada por los hombres? ¿Son la historia o los hechos diferenciales fuentes de legitimidad razonables para dividir una soberanía –y los derechos y el principio de igualdad relacionados con ella– que residía previamente en una única nación? ¿Qué parte de la historia? ¿Qué hecho diferencial?

Dejar las emociones fuera de la política es un buen principio, no cabe duda. En la medida en que numerosos derechos, deberes y libertades van a verse afectados por las decisiones del legislador, este debe actuar con la mayor racionalidad posible, la que se le exige, en definitiva, a la figura del “hombre (mujer) de estado”. Pero, ¿es esto posible? ¿Acaso no hay una carga emocional en cada una de nuestras acciones y toda la retórica posterior no es sino una explicación de decisiones previamente tomadas desde lo más profundo de nuestro organismo?

Corríjanme si me equivoco. ¿No comparte Cataluña con buena parte del resto de España el clima mediterráneo? ¿La flora y fauna típica del bosque mediterráneo? ¿No lo bañan las aguas de un río que nace en Cantabria? ¿No la azotan los mismos vientos que a muchas otras regiones? ¿La geografía estaba antes que la política? ¿Se ven fronteras desde el espacio?

¿Cuál es la fecha de caducidad para un consenso? Si hay cada vez mayores diferencias intergeneracionales y las propias cohortes demográficas abarcan un menor lapso temporal por ser mayores y más frecuentes las brechas que las separan, ¿pueden perpetuarse consensos tan antiguos como el del 78? ¿Pueden fosilizarse formas de estado y de gobierno que no satisfacen las necesidades de democracia directa que algunos movimientos ciudadanos han puesto de manifiesto? ¿Cumplen las actuales instituciones los requisitos de representatividad que se les supone?

¿Se puede decidir cualquier cosa? ¿Mañana mismo podemos determinar que es posible castigar a un reo con la pena de muerte o a un rico con la entrega de todos sus bienes por parecernos injusto e insolidario su comportamiento? ¿Eso significaría ser más democrático que nadie? ¿El gobierno del pueblo –un pueblo al que no habríamos de suponerle (digo yo) una honradez, cultura o generosidad excepcional– sobre el pueblo no sería acaso más tiránico que el ejercido por unos pocos (incurriendo en la demagogia que citaba Platón)? ¿Cómo de reforzada debería estar una decisión de este tipo por una mayoría excepcional en la medida en que pretende alterar un statu quo, bombardear la seguridad jurídica, dejar en papel mojado numerosas leyes y tratados internacionales,…?

He escuchado a muchos “analistas” decir que uno de los grandes problemas de los defensores de la unidad del estado es la narrativa. ¿Le falta narrativa al estado español? ¿En torno a qué símbolos se puede articular la defensa a ultranza de la unidad? ¿Qué Rómulo fundó España? ¿A qué Remo mató u ordenó asesinar? ¿Tal vez la respuesta, como tantas otras, esté en El Quijote, en cuyas páginas se dice de Barcelona que es “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza”?

¿Todo proceso de independencia, como los vividos recientemente en los Balcanes, no es acaso un proceso de exaltación populista y romántica (por no utilizar otro calificativo) de banderas, símbolos medievales, hechos diferenciales que recuerdan a nacionalismos de triste currículum? ¿Se justifican todos estos rituales y liturgias en la subyugación presuntamente ejercida por un estado supuestamente enemigo? ¿Son las llamadas al señalamiento una nueva forma de marcado? ¿Es mayor la opresión ejercida por el estado que la que imponen diariamente las leyes del mercado, las costumbres heredadas e indiscutidas, la herencia genética y sociocultural de cada individuo, la esclavitud de la imagen, las instituciones sociales que nos legaron siglos de cristianismo contrarreformista, los neologismos de la era internet, las nuevas formas de comunicación que nos impone? ¿De cuántas esposas deberíamos liberarnos entonces, en el silencio de una mañana de otoño, por vía de referéndum de autodeterminación? ¿O resulta, acaso, que lo que está en juego es la gloria, el reparto de cargos y cuotas de poder, un lugar en cualquiera de las manipuladas historias que serán ignoradas en el futuro?

Yo también pregunto.

Deja un comentario