Wake me up when November ends

Noviembre es el mes de la oscuridad. Diciembre también podría aspirar a serlo, pero los comercios lo iluminan artificialmente, inspirados en la estrella de Belén, esperando las ofrendas (oro, incienso y mirra) de compradores que obtienen a cambio bienes que no necesitan. En noviembre es habitual despertarse antes de los primeros indicios del alba y bajar la persiana de la oficina mucho después del ocaso, caminar entre la niebla, perseguir un rayo de sol que no alcanza a colarse entre las nubes. Incluso el azul anticiclónico, cada vez más usual en este tiempo y latitudes, no es síntoma de esperanza (no, al menos, en noviembre), sino solo la previa de una noche de hielos y una amanecida de escarcha.

 

En noviembre no es posible ver nada ahí fuera ─no hay luz suficiente para apreciar la textura, forma y colores de las superficies─, de ahí que sea un mes que invita a la introspección, al análisis de nuestras biografías, sobre todo si aún podemos decir algo al respecto, antes de que lo hagan los médicos o los profesores de nuestros hijos; o la rutina incuestionada del que actúa como un autómata afirmando ejercer el libre albedrío.

 

Y uno se cuestiona si ha tenido suficientes conversaciones interesantes sobre el amor antes de que se casen sus amigos. O sobre el sexo, antes de que todo sean chistes sobre la inutilidad amatoria del otro o de uno mismo. O si ha viajado lo suficiente antes de que le parezca una aventura ir a recoger a su hijo al colegio, o visitar a los padres en una residencia. O si ha conocido a suficientes personas antes de poder decir que conoce a alguien como si lo hubiera parido, el anticlímax del misterio, del íntimo secreto que debía ser la vida, ese en cuyo desciframiento estábamos llamados a invertir, a sabiendas de que era en balde, nuestra juventud.

 

En el noviembre de nuestras vidas, a medio camino (sin retorno) entre esa juventud y la vejez, algunos aún seguimos invirtiendo en el futuro como si los telómeros que recubren nuestras células fueran a permanecer inmaculados después del tercer grado, el segundo máster y el primer doctorado. Seguimos acumulando experiencias esperando la gran experiencia, desperdiciando la energía para ganarnos la vida, trabajando más que en el Paleolítico y el Neolítico, sosteniendo un sistema que conoce su fecha de defunción mejor que nosotros y al que nadie se atreve a practicar la eutanasia, como nadie se atreve a practicar el aborto definitivo al mundo hipercientífico, tecnológico y posthumano que llegará porque la ciencia, tan sabia ella, no se cuestiona por qué hace las cosas. Simplemente las hace porque puede hacerlas, porque el Everest está ahí y la posibilidad de la fisión del átomo de uranio también. Al margen de lo ético y lo humano. Guiados únicamente por la posibilidad, por la posibilidad romántica y curiosa (que envidio) y también por la de capitalización (que ni siquiera llego a envidiar). Por supuesto que no íbamos a poder depender de la generosidad del panadero, Adam.

 

No le quedan muchos días a noviembre. Tampoco a la juventud. La oscuridad se tornará en luz y los lamentos en resignación, no siempre sublime. Y, por supuesto, el sexo, salvo excepciones, en una parodia de sí mismo. Los viajes en una aventura contra el tiempo y las hernias discales. Las conversaciones en una especie de crónica de sucesos que le han pasado a otros (los hijos, los padres, el gobierno) hasta el punto de que uno terminará pensando que llevaba años esperando ese mundo hipertecnológico y posthumano, casi tanto como esas zapatillas que comprará en diciembre para ponérselas en primavera. Despertadme, por favor, cuando termine noviembre.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *