Nochebuena en la cola de Cervantes

La luz de mi habitación de hotel es la única encendida de toda la fachada. Enfrente, sin embargo, ajenos a las advertencias, cinco salones presentan mesas repletas de marisco y carne al horno, sonrisas alrededor de los cubiertos, árboles adornados listos para acoger los presentes que traerá Santa Claus a bordo de un trineo ecológico.

 

Abajo, el recepcionista, nuevo en el oficio, se afana por comprender el sistema entrelazado de bases de datos mientras olvida, uno a uno, el nombre de todos sus primos y sobrinos. Toda su atención está centrada en sacar adelante su trabajo, en poder pagar el gas que calienta el agua de su vieja bañera, que aún espera su reconversión en plato de ducha con hidromasaje, y en poder celebrar con su esposa Nochevieja, día en el que estrenará ropa interior de marca.

 

En la manzana de enfrente hice cola varios años a la espera de recoger mis libros de texto y los forros que habrían de protegerlos ─luego sabría que el forro era para mí, para protegerme de ellos─. La librería Cervantes, desdoblada en dos edificios, es ahora una sucursal del Banco Sabadell y un garito muy cuqui donde se sirven cócteles sofisticados. Mientras tanto, si no me mienten mis fuentes, los libros de texto siguen siendo los libros de texto, aunque a veces se vistan de formato electrónico.

 

No hay plaza como la de Salamanca, cuya belleza no depende del alboroto que suele formarse bajo sus soportales o en las terrazas de los múltiples bares que la circundan. En el silencio de una noche triste, de familias separadas que no pueden, siquiera, compartir el recuerdo de los que nos dejaron, la plaza acoge al transeúnte que camina sin destino invitándolo a quedarse, a mirar una vez más el modo en el que la piedra iluminada ilumina, a su vez, los ojos del pasajero, del ser ambulante que no aspira a otra cosa que volver la mirada y comprobar que sigue allí, ensombreciendo al resto de la ciudad y a todos los demás monumentos con su luz única, con su falsa pero indiscutible apariencia de cuadrilátero regular y perfecto.

 

Son tiempos de dilemas morales y la nieta díscola, de más de cuarenta, regresa a casa tarde y señalada por su hermana, quien ha avisado a la abuela de que Carmen (por ejemplo) ha estado tomando una copa de champán en el interior de un local, poniendo en juego su salud, abriendo, antes de tiempo, la primera página de su testamento, las puertas de su tumba. Ella reprocha la delación y mira al transeúnte que acaba de ver la Plaza Mayor por última vez esta noche, y que se dirige a encender la primera luz de su habitación de hotel, buscando un gesto de complicidad que creyó encontrar en mi semblante serio, carente de señales, el que me provocaba mirar al viejo edificio de Cervantes y fantasear con volver a hacer cola para comprar el libro de Sociales de Tercero de la ESO de SM. Y tal vez quemarlo. 

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