Volver al Paradiso (II)

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De mi abuela materna, Laude, el atávico temor a la noche (que es para los lobos, según un dicho que repetía a menudo) y el gusto por el detalle (“las cosas bien hechas bien parecen”). Si en un ejercicio de plagio creativo iniciara un texto imitando el comienzo de las Meditaciones de Marco Aurelio es posible que lo hiciera de esta manera, no ya como elección meditada, sino por el influjo de este día eterno que anuncia el verano y huele a las esencias del pueblo.

Camino de la estación vi dos formas de amar. La de un perro que tuvo que madrugar para que su dueña, una mujer madura vestida para una boda, diera un relajante paseo y el de una pareja de ancianos que, agarraditos de la mano, quisieron saludar al sol perdonándose, en un saludable ejercicio de reconciliación, las respiraciones fuertes de unas horas antes, los ronquidos, ellos ya lo llaman así. Esta misma semana leía que Agustín Fernández Mallo calificaba el amor como un trabajo en la medida en que nos desvela, nos agota, nos consume. También que vivir en compañía, no necesariamente enamorados, alarga la vida.

En el tren una mujer y su hija pequeña mantenían una conversación en tres idiomas justo cuando las ovejas de un rebaño comenzaban a desperezarse para seguir con su ruta a la montaña. La pequeña pintaba un cuaderno de Disney y le preguntaba a su madre por los nombres de los personajes que aparecían representados. Lamentablemente, ella le respondía. Cuando nacimos todas las formas de nombrar estaban a nuestro alcance.

Pero no se equivoquen, la mayor parte de las parejas que se dirigían a Madrid en el tren de las 6:50 estaban constituidas por un asiento vacío y un solitario viajero, casado, tal vez, con un oficio digno o una pasión artística, guiado por un motivo más o menos decente para burlar el tedio y ganarse una suerte de “derecho a vacaciones” que orbita más en el ámbito de lo íntimo –es el alma el único que da y niega reposo–, que en el del derecho laboral.

En eso andaba yo también, ensayando, de paso, mi próxima partida como ensayé delante del espejo la primera excusa por no haber hecho los deberes, la primera mentira premeditada a mi madre o el primer beso a una chica, aunque este llegara años más tarde. Afirma el poema “Los rotos (con Anne Sexton)” de La policía celeste (XXX Premio Loewe) de Ben Clark que todas las divisiones son mentira salvo la que divide los cuerpos en dos grupos incomprensibles entre sí. Aquellos que se han roto y los que no. Como socio con lugar de honor de los primeros, yo también sigo sus ritos y, bueno, uno de nuestros ademanes consiste en ensayar las despedidas, volver la vista, como si de un tic se tratara, hacia la cabina del Paradiso, rogarle a Rick un “quédate”, antes de tomar el vuelo a Lisboa, el tren a Roma, el siguiente peldaño en la escalera.

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