Volver al Paradiso (I)

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El cadáver de un gato negro, después de varios meses reposando en el zaguán de la casa familiar, había dejado bajo su extinto cuerpo una mancha con su silueta que ni siquiera las poderosas manos de mi tía, armadas de una fregona empapada en lejía, pudieron eliminar. El portal donde vino a morir el felino, probablemente envenenado, era amplio, la envidia de todas las viviendas vecinas, mucho más angostas de principio a fin.

No lo recordaba, nací después de que muriera mi abuela y de que mi tío dejara marcada para siempre la trayectoria de la familia al matarse en un accidente. Solo mi tía habla de aquellas horas, de aquel azaroso suceso (no tanto, si es verdad que quien conducía el coche, que no era mi tío, iba borracho) que interesecta todas sus historias, relatos que siempre encabeza con un “poco antes de morir Luis…” o “ya había muerto Luis cuando…”

Mi tía sabe perfectamente que a los compradores no les interesa la distribución de las estancias, la luz diáfana del patio o el brillo que rescató de los suelos tras horas de barrer y fregar. Mi tía limpiaba por orden del cuarto mandamiento bufando contra quienes habían dejado la casa llena de papeles y útiles inservibles, invocando la justicia divina para quienes, en su paso por la vida, no hallaron el merecido castigo a sus fechorías.

Yo, mientras tanto, recogía a paladas el polvo de ladrillo acumulado en los bajos de las paredes por acción de la carcoma y la humedad. También barría el portal, una suerte de cortesía que los futuros compradores no disfrutarán a menos que se detenga durante días el flujo de aire y polvo en la meseta. Otra deuda, yo lo sabía, con el pasado y esas prácticas de abnegación devota para con Dios y su propio absurdo. También con la comunidad, con la tribu: “hágase responsable cada uno de su trozo de acera” debieron decirse los primeros pobladores citando, sin saberlo, la Ley de las Doce Tablas. Barrí con fuerza

Costó horrores cerrar la puerta, algo caída. No querría la vieja casa que nos fuésemos, al menos habíamos ventilado las alcobas y asustado a los ratones. La dejamos casi vacía, con un pato disecado presidiendo la gloria, el salón donde los hermanos se juntaban al calor de las brasas. Me llevé hasta el sombrero del abuelo, del que desconocía esa faceta de gangster rural. Me lo pondré algún día. También tiré varias tejas sueltas a la cochera. De nuevo, en seguimiento del Derecho Romano, su peligrosidad potencial podía conducirnos a pagar una elevada multa, aunque yo creo que las tejas atraviesan a los fantasmas. Y en el pueblo solo quedan fantasmas (y tejas a punto de caer).

Pocos días antes había recibido la invitación de acudir a la inauguración de la bodega levantada sobre los escombros de mi otra casa familiar, la materna. Un empresario de origen local que echó raíces en Barcelona regresó para sacarle partido a las tierras arenosas y rojizas que rodean el pueblo. Deseché la invitación por un tema de agenda, pero, aunque en la distancia celebre la iniciativa, creo que no hubiera acudido de ningún modo. La última vez que la vi con su fachada original –original para mí, quiero decir– repetí el ritual de cada final de verano. Miré atrás y fabriqué en mi imaginación un negativo de tal belleza que no es posible llamarlo recuerdo, que es más bien una interpretación nostálgica de la vida que entronca con lo que Francisco Umbral decía: solo la memoria goza.

El día después de ayudar a mi tía, transcurrida una semana desde mi desestimiento a acudir a la inauguración de la bodega, pasaron en los cines Van Dyck de Salamanca Cinema Paradiso. No corre el tiempo por ella.

(Tal vez por eso creo más en el arte que en la propiedad).

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