La óptica de la imaginación

Dentro de miles de años, siguiendo un cálculo aproximado basado en la velocidad a la que viaja la luz en el vacío, no sabemos si por azar o tras una decisión preconcebida, el morador de un lejano planeta fijará su vista en el tenue reflejo que la Tierra, en este preciso instante, irradia hacia el universo.

Verá entonces una vieja postal de esta cabaña de tejado gaseoso y cimientos de hierro y níquel. Y con sofisticados instrumentos ópticos, logrará hacer zoom de modo que podrá apreciar los continentes, en su distribución actual, y las grandes islas que salpican los océanos como escala del viajante y posada para el náufrago. Recorrerá de arriba a abajo y de izquierda a derecha –desconoce los puntos cardinales– los detalles más nimios de su faz: las erupciones de su piel, las pequeñas arrugas, su coronilla de hielo derretido.

Con una lente aún más precisa, seguirá el curso de los ríos y las nubes, y el perfil escarpado de las costas sintiendo un leve cosquilleo en la yema de los dedos. Dedos que no se llamarán dedos y que carecerán de su función prensil y acusadora, gentil y ciertamente grosera, como cuando con sus flexiones y estiramientos pretenden ofender, o como cuando avanzan sigilosos por un cuerpo ajeno sin consentimiento. Y su mirada se perderá por las cascadas y los abismos buscando el infinito en cuya aspiración ha sido educado, de una forma concreta y no como ridícula abstracción.

Pronunciará un sonido gutural al ver las olas modelando playas y acantilados, y la nieve descendiendo por una ladera nepalí (qué sabrá él) en plena avalancha, arrastrada por ese poder que acierta a identificar con el que le mantiene sujeto al suelo de su planeta y que allí aún siguen atribuyendo a un dios que los castigó por querer volar muy alto. Y no cesará en su grito hasta dar de pronto con los grandes mamíferos y comprender, es entonces cuando guardará silencio, que esos seres que caminan sobre dos extremidades sirven de medida de todas las cosas. En los otros rastros de luz en los que se había detenido antes de aquella noche, los animales eran grandes, del tamaño de árboles milenarios, del grosor y superficie del disco de la estrella más cercana al amanecer.

Y arqueará la ceja que no tiene, situada en un rostro que no podemos calificar como tal, al identificar el modo en que nos agrupamos, la malla urbana y los desiertos que actúan como intersticios, las bandas climáticas que logra apreciar por su diferente color. Repetirá el gesto cuando acierte a descubrir qué hay detrás de los apretones de manos que siguen a las transacciones económicas e intercambios comerciales, los mecanismos del ineficiente cortejo que practican los unos y los otros con lo simples que son, así se lo parecen, los misterios del placer y de la carne.

Dentro de miles de años, el morador de un lejano planeta, poco antes de retirar su vista del reflejo actual de la Tierra, un haz luminoso que ya había colmado su curiosidad y del que ya creía poder comprenderlo todo, se quedará paralizado frente a la única lámpara encendida que, en medio de esta noche cerrada y sin luna, alumbra el tecleo compulsivo y feroz de uno de esos seres de dos patas. Descubrirá de pronto el asombro de la escritura y guardará con celo este secreto entre él y yo.

Deja un comentario