El «despedidor»

No tengo la culpa de haberme despertado triste, me repito, con un nudo impecablemente atado que precinta la boca del estómago y hace difícil ingerir el aire, devorar el oxígeno que necesitan las piernas para despegar. Hay días en que la promesa de felicidad no tiene tanto que ver con unas alas o unos prismáticos como con unos zapatos más ligeros y un bastón.

Seguro que les ha pasado. Conducen de madrugada, la noche es oscura, los semáforos de la ciudad titilan intermitentes, entra una suave brisa por la ventanilla y, de pronto, la frecuencia de la radio se sincroniza con la del alma. Empiezan a sonar las canciones que mejor describen tu estado de ánimo –Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa– portavoces del espíritu que hablan en condicional perfecto sobre aquello que hubieran hecho de haber sabido lo que luego han sabido.

Las estaciones de autobús y tren son las mejores notarias de esta vida en tránsito que nos hemos impuesto. Con su tétrico glamour, o esa belleza que a veces acompaña a lo vetusto y destartalado, actúan como la necesaria medicina que es la amnesia. Avanzando por los pasillos de una terminal cualquiera, donde todo rastro de naturaleza ha quedado sintetizado en un vaso de plástico abandonado junto a su pajita, es más fácil olvidar todo aquello que uno deja atrás. Los amigos, el café de la esquina, la biblioteca donde leía los cómics de Asterix,… quedan en nada cuando se comparan con la necesidad de escapar de estas cárceles de cemento y vidrio extrañamente iluminadas.

Tal vez si el mundo se pareciera un poco a la idea que tengo de él, existiría un oficio que consistiría en acudir puntual a cada partida, a cada viaje, sea o no definitivo, exista o no un billete de vuelta, una promesa, un “ojalá volvamos a vernos”. El despedidor abrazaría con ternura los hombros del viajero, le recordaría los puntos cardinales, tal y como los hemos aprendido, y repasaría junto a él el listado de virtudes que rellenó el primer día que acudió al psicólogo. Después negarían al unísono, por última vez, los deseos de permanecer en tierra, los juramentos de amor imperecedero que el viajero pronunció borracho de alcohol, o dopamina, enfermo de una esperanza marchita que aún cree poder resucitar. “Tal vez la distancia nos ayude”, pronunciará el “despeditario” antes de que el despedidor niegue solemnemente con la cabeza.

En fin, desvarío, no me lo tengan en cuenta. No es más que el relato de un profesional del andén, experto en urdir aforismos bajo el reloj de agujas, que deseó que un día hicieran lo mismo por él: recibir ese abrazo y, sobre todo, esa negación de toda esperanza que primero desconsuela y después arma de valor.

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