Una película de… Peter Bogdanovich

Uno de los muchos libros de cine escritos por Peter Bogdanovich se sirve de la frase que pronunciara Howard Hawks preguntado por su criterio para evaluar las películas: «me gusta cualquier película que me haga preguntarme quién la hizo». El sello autoral, la mano maestra que mueve todos los engranajes en el set de rodaje, era, desde luego, una de las señas de identidad de Peter Bogdanovich, fallecido esta misma tarde en Los Angeles, a los 82 años de edad.

 

Lo de Bogdanovich ha sido un claro caso de vivir de cine, sin que ello significara hacer ostentación de la riqueza o entregarse a los placeres hedonistas. Bogdanovich ha vivido por y para el cine, al que ha entregado, por supuesto, todo su talento y su energía en múltiples facetas, también, por supuesto, en un importante papel como crítico y glosador. Han sido constantes, también, los homenajes explícitos e implícitos en todas sus películas a aquellos que lo precedieron y con los que siempre se sintió en deuda.

 

Ayer, sin quererlo, anticipaba el duelo que ha seguido a su muerte viendo la última película de Sorrentino, un Fellini de siglo XXI basado en sus peripecias de adolescente en la marinera e insultantemente bella ciudad de Nápoles. Y sí, era un Fellini por las numerosas semejanzas entre Fue la mano de Dios y Amarcord, o por las conocidas y declaradas referencias y muestras de admiración de Paolo hacia Federico, pero también era un Bogdanovich medio siglo después de The last picture show, una cinta de aprendizaje, un homenaje al cine, a los prados y los barrios de la adolescencia, a quienes la hicieron como fue, no necesariamente perfecta, más bien injusta y desagradecida.

 

No quedan demasiadas oportunidades de acceder a historias en clave autobiográfica que no caigan en el ejercicio narcisista o no superen el grado de anécdota más o menos graciosa. En ambas películas hay decisiones que arrastran consecuencias y que, sin necesidad de juzgar, legan dilemas que el espectador ya se encargará de resolver (si le apetece). También una fusión del paisaje, una integración de todos los elementos dentro de la narración, de tal modo que a uno le sale invocar el siempre bienvenido «nada sobra». Y sobre todo concurren emociones, las amistades se traicionan y se reconfiguran, los seres se aman, se odian, se perdonan o se olvidan. Y en el fondo está el drama social, la eterna crisis del sur de Italia o cómo la II Guerra Mundial mutiló la felicidad hasta en el más desconocido rincón de la geografía norteamericana.  

 

Lo explica muy bien Santiago Alba Rico en su ensayo Ser o no ser (un cuerpo) cuando habla de la multiplicación de los seres, de los bienes, de los eventos (lo que prácticamente nos ha negado el derecho a la espera) y, por supuesto, de los datos, como una de las causas de esta espiral individualista y, sin embargo, despersonalizadora (y que niega la presencia del cuerpo) en la que llevamos años inmersos tras ese pacto con el diablo que ni siquiera se nos dio a firmar. En la inmensidad de los grandes números a nadie se le conoce por su nombre, cuando en las comunidades rurales es sencillo conocer a los vecinos no solo por su nombre, sino también por su apodo, su ascendencia, procedencia o marca de champú. Pues bien, lo mismo sucede con las producciones de Netflix, Amazon Prime, HBO, de las que muchas veces nos basta con saber el reconocimiento externo y la plataforma en la que se encuentran para perseguirlas por la red.

 

Ayer vi una película de Sorrentino y hoy he vuelto a ver una película de Bogdanovich afectado por su muerte. Hace poco vi una de Netflix que está de moda y que presenta muy bien a esta sociedad, parodiando por igual a los líderes y a quienes los secundan, hecho para el que necesitó presentar un escenario apocalíptico, juntar a varios de los mejores actores de Hollywood y reunir a decenas de miles de personas para megalomaníacas tomas en exteriores. No sé ni me interesa quién la dirigió, por más que me pueda interesar el reflejo que aporta de estos tiempos, aunque lo haga conscientemente (¿cínicamente?) con todas las claves, precisamente, para gustar, y vender, promoviendo el posicionamiento y la contraposición de opiniones.

 

No es un tema de gradientes, de mejor o peor. Es una apuesta por un tipo de cine y un tipo de vida que intenta quitarse la losa de lo institucional, de todo lo que vino después del hombre mostrándose como naturalmente anterior, para bajar al nivel de la piel, a la escala humana, y recuperar el debate en torno a todo aquello que constituía nuestra esfera privada durante la infancia y la adolescencia: la familia, los amigos, el sexo, el amor. En definitiva, creo, todo lo que recordaremos si la parca tiene el gusto de avisar antes de llevarnos con ella, aunque solo sea para que podamos ver, por última vez, una de Ford, de Wilder, de Allen o de Tarantino. O de Bogdanovich, por supuesto, al que hoy vuelvo a darle las gracias.  

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