Sinister Scenario

Modestia aparte, es un hecho que yo, a mis veinte años, he comprado más libros de lectura que las diez o doce últimas generaciones de mi familia. No sé si este hecho es muy buen síntoma para la buena y sensata marcha de la propia institución familiar. Quizá tiene razón tía Llüisa cuando, viéndome llegar con “otro” libro, no puede dejar de decir: “Lástima de dinero”.

                                                                                                                              (Josep Pla, Cuaderno gris)

El titular que nos deja esta semana es que, a la muerte de Zygmunt Bauman, sociólogo y filósofo de enorme trascendencia en las últimas décadas por su pensamiento en torno a lo que él definió como “modernidad líquida”, le ha seguido la supervivencia de los cuatro de cada diez españoles que no han tocado un libro de lectura el pasado año. Los desoladores datos reflejados en esta encuesta no sorprenden. Es el mismo porcentaje de compañeros de aula que, cuando tocaba leer una novela en vacaciones, te llamaban el último día preguntándote por el argumento. Eso y, también, la fracción de población sin las habilidades lingüísticas necesarias como para transformar el contenido de las palabras en materia sensorial y poder adivinar, así, la clave que encierran, bien interpretados, los sintagmas de que se compone un libro.

El interés por la lectura es bajo como lo es, también, en general, el conocimiento de la gramática, la sintaxis y la semántica en el propio idioma. Digo en el propio idioma porque es bien conocida la obsesión actual por el estudio de esa lengua vehicular de las ciencias y la tecnología que es, como bien lo definía hace pocas fechas mi hermano, el inglés. El necesario manejo de la lengua de Shakespeare, que tantas puertas abre en el mundo laboral, habla también del triunfo de la función pragmática del lenguaje, el uso comunicativo del mismo, sobre su vertiente estética. De ahí la proliferación de escuelas de retórica y oratoria, de elocuencia muchas veces desprovista de poso o profundidad.

Famosa es la sentencia con la que me topé ayer en la lectura de El cuaderno gris y en la que Josep Pla dice lo siguiente: El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir que opinar. En vista de lo cual, todo el mundo opina. Famosa y acertada, añadiría, ejerciendo yo mismo este derecho “democrático” del que todos nos consideramos investidos por mandato de esta nueva religión humanista antropocéntrica. Y es que, en realidad, cualquier acto de descripción lo es, fundamentalmente, de “opinión por carencia de vocabulario”. Del vasto puzzle de palabras que componen la lengua española, nos servimos de tan escasa cantidad que todo esfuerzo descriptivo termina siendo un amalgama de esfuerzos explicativos, metafóricos en el mejor de los casos. Sin expresiones como “recuerda a”, “se parece” o “es como”, la comunicación se tornaría confusa o, literalmente, inviable.

Pero esto no preocupa a las instituciones, embarcadas en la cruzada de un bilingüismo que corre el riesgo de olvidar que el lenguaje no es sino la materialización de un pensamiento al que hay que nutrir de sustancia para su elaboración y posterior síntesis. Me alertan demasiadas personas, a las que considero suficientemente capacitadas, de que el experimento de dar determinadas materias del currículum escolar en inglés está llevando, precisamente, a lo que los partidarios de la práctica querían evitar: graves fallas de comunicación en el aula. Los mensajes no llegan. Salen distorsionados por las dificultades gramaticales y semánticas del destinatario, no siempre dominador de la propia disciplina y, además, llegan aún más empobrecidos por la no siempre adecuada capacidad del receptor en ninguno de los dos campos: idioma y materia.

Todo ello mientras leo que, a causa de los recortes y la orientación de los planes de estudio hacia horizontes más tecnológicos, van a verse reducidas las horas dedicadas a la lectura en clase, lo que sumado a que los padres cada vez leen menos –y que los que menos leen tienen más hijos– y a que los que leen pasan cada vez menos horas con sus hijos, dibuja un panorama siniestro para el escritor, el editor y el librero. Ah, también para la sociedad, creo, pero eso no importa.

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