¿Recuerdan cómo estaba el panorama político hace un año: los problemas para formar gobierno, la amenaza de nuevas elecciones y las dificultades evidentes para alcanzar consensos? Pues bien, en un ejercicio literario, quise imaginar cómo vería aquello el retrato del General Prim, protagonista principal de otro agitado período de nuestra historia: La Gloriosa.
Durante aquel penoso y caótico traslado, asido fuertemente al embalaje que me custodiaba dentro de aquel camión de mudanza, deseé parecerme al honrado general, conde de Reus, marqués de los Castillejos, vizconde de Bruch, ministro de la guerra, gobernador de Puerto Rico y presidente del Consejo de Ministros de España hasta la fecha de su magnicidio, Don Juan Prim y Prats, el prohombre que adorna el lienzo desnudo que era yo antes de que a Don Luis de Madrazo le diera por emborronarme con un retrato historicista del mencionado general. De dicha pintura cabe destacar lo desproporcionado de su brazo derecho y lo forzado de la posición de la mano izquierda. Sin embargo, a pesar de todas estas imperfecciones, los guías que acompañaban a los turistas al Senado, me tenían por la obra referente del autor, por un buen cuadro de época que refleja con nitidez los grandes rasgos de la personalidad de Don Juan: el arrojo militar y la moderación y el temple del buen gobernante. Ojalá que, siendo transportado sin permiso judicial del egregio Senado a un destino que entonces me era desconocido, hubiera adquirido de pronto sus cualidades para liberarme de aquella prisión. Cómo eché de menos su valentía para haber evitado el secuestro y su locuacidad para haber convencido a los responsables de aquel acto tan atroz de su inconveniencia e ilegalidad.
Aquella jornada de enero de 2016 quedó para siempre grabada en mi mente. El camión detuvo su camino junto a la puerta trasera del Congreso y unos porteadores con acento sudamericano me llevaron escalera arriba hasta la que sería mi ubicación durante las siguientes semanas, la cafetería, el lugar favorito de reunión de los por entonces detentadores de un escaño, casi todos ellos estadistas menores, portavoces de eslóganes y titiriteros de feria a los que tuve que aguantar en numerosas sobremesas hablando de fútbol, cine de ultramar y hasta de la vieja colonia venezolana, hecho, este último, que aún hoy, años después, no me es posible explicar.
A mi casi siglo y medio de vida había visitado muchos salones distintos y conocido a gente de todo pelaje, pero este lugar, de estética indescriptible para un cuadro nacido en la época del romanticismo arquitectónico, se me hacía la sede de un exilio forzoso y contra toda clase de ley natural. Recuerdo cómo aquel día, a pesar de mi habitual estoicismo a la hora de encajar los reveses, quise hacer valer los derechos reflejados en la Constitución de 1869, la que aún creía en vigor por ser la más liberal y moderna de cuantas ha tenido el país. Ciertamente irritado por la mudanza e iracundo por la falta de previsión e imposibilidad de defensa, olvidé que entonces regía la cuestionada carta de 1978, atacada en su raíz, en su mismísimo primer artículo, por diversos frentes independentistas, semejantes, por cierto, a los que se abrieron tras la caída del pobre Amadeo de Saboya, el desamparado rey que llorara más que yo, incluso, la muerte de Don Juan, su principal valedor.
Pronto, gracias a las conversaciones que mantuve con mi vecino de pared, el retrato del Duque de la Victoria, el General Baldomero Espartero, supe que aquel Congreso era lo más parecido que había existido nunca en Madrid a la Casa de Tócame Roque, la famosa corrala donde Don Benito hizo vivir a varios de los protagonistas de los primeros Episodios y que se caracterizaba por la existencia de graves conflictos entre propietarios e inquilinos, amén de por alguna que otra pugna hereditaria. Resulta que la aritmética parlamentaria, todo esto lo sé por Espartero –quiero decir, por su retrato–, se había vuelto muy compleja y había desembocado en un auténtico sainete cervantino. Los nuevos conservadores, gobierno en funciones, se desentendían de la cuestión. Los viejos marxistas, que ya no lo eran, habían pasado a practicar la socialdemocracia sueca. Los nuevos marxistas habían hecho resucitar a Pablo Iglesias y habían refundado su partido llamándolo Podemos, vistiendo un sospechoso color nazareno. Por último, los unionistas, llamados ahora Ciudadanos, parecían querer rescatar el espíritu liberal del Pacto de Ostende de la mano de un tipo que se parecía al general Prim en que era catalán, patriota y liberal, aunque de cojones, la verdad, no andaba igual de servido.
Debo reconocer que de esa España que observé desde mi privilegiado balcón en la cafetería del Congreso, solo reconocí al Borbón de turno, y no me fue fácil. Este era alto y espigado. En alguna alcoba, pensé por entonces, debía de haber quedado sepultado el gen que los hacía imbéciles, promiscuos, pero imbéciles, como lo era Isabel, la Borbón a la que largaron durante la Gloriosa los liberales encabezados por el general. Al parecer, este Felipe fue de lo más honrado de la estirpe. No así su hermana. Ni su padre. Ni su hija, como se demostró años más tarde con el caso que abriría las puertas a un nuevo período republicano.
Visto con perspectiva, he llegado a la conclusión de que el hecho de que en aquel contexto no estallara una revolución armada tiene que ver con que en ese tiempo, entre la ciudadanía, solo quedaban buscavidas sin el menor sentido de la patria o el deber y, en el exilio, unos cuantos ganapanes universitarios dispuestos a poner bocadillos a los hijos de la pérfida Albión o a cualquier niñato belga u holandés a cambio de una soldada de mierda. Yo, como poseído por el espíritu del general, me negaba a pensar que estando las cosas como anunciaban las portadas de los diarios, no se previeran pronunciamientos militares, algaradas o amotinamientos. ¿De verdad iban a consentir los españoles del tercer milenio aquel saqueo constante de la administración, aquel uso maniqueo de los argumentos, aquella bajeza moral de unos y otros? Sin desdeñar la compañía del retrato de Espartero, reconozco que me hubiera gustado charlar con los de Salmerón, Pi i Margall y hasta con el del propio Cánovas para comprobar que mi visión de las cosas no era distorsionada ni fruto de mi ostensible vejez.
Cuánto extrañé también la presencia en aquel cubículo de Don Benito, cuánto me hubiera gustado verle tomando notas de aquella España y dando forma a un nuevo capítulo de los Episodios, más rocambolesco si cabe que los anteriores. No vi su gran obra, tampoco ninguna otra de sus novelas, en la sobaquera de ningún diputado. En torno a aquellos cercos de sudor solo viajaban periódicos color salmón o datos extraídos a conveniencia para generar un argumento de la nada. En aquella cafetería no se leía más que el contenido de unos breves mensajes que los políticos se sacaban del bolsillo. Podrían ser telegramas, pero no me atrevo a afirmarlo. Todo ha cambiado tanto que, desde mi posición forzosamente estática, no he podido seguir el ritmo de los tiempos ni entender, tampoco, el nuevo modo en que se relacionan las personas, ese modo frío y distante con el que dos seres, estando ambos presentes, se citan para luego. Por “tuiter” o “guasa”, creo.
El ahora, precisamente el ahora, me impide seguir contando el ajetreo y los sucesos de aquel invierno templado en la capital del viejo reino. Digo bien cuando digo viejo por ser hoy, España, una república suma de municipios a cada cual más independiente y asambleario. Urge mi paso por el crematorio. Soy un testigo incómodo de una época que solo se puede contar desde la sátira y la nostalgia de todo lo anterior, con prosa medida e inteligente, como lo era el discurso del hombre que llevo pintado aquí delante.
De nuevo en la Calle del Turco, ahora rebautizada como barricada del 25 de diciembre, fecha de la proclamación de la nueva república, muere aquí Prim, su retrato. El último vestigio de un país liberal, progresista y democrático.