Ser o no ser (ellos)

Saliendo una vez más de esta casa, de madrugada y a hurtadillas, para no despertar a nadie, me percato de su ausencia, imperceptible a cualquier otra hora del día, en el resto de situaciones cotidianas, aunque muchas soliéramos hacerlas juntos: tú decidías el qué, el cuánto y el cómo; yo cargaba las bolsas. Lo mismo me ocurrió anoche, asomándome a la puerta cerrada de tu antiguo puesto de trabajo, al patio renacentista donde te esperaba para “tomar café”, expresión que utilizábamos para resumir aquella gozosa celebración de la compañía del otro en la que aceptábamos mutuamente la imperfección a cambio de unas cuantas carcajadas (y solo, algunas veces, café).

Regresar a casa por Navidad supone recorrer los viejos escalones de la infancia con distinta longitud de fémur, mayores dolores y menor entusiasmo. Aceptar que muchas categorías han dejado de denominarse por su antiguo sustantivo y necesitan etiquetarse, en todo caso, como “recuerdo de”. Las calles, bautizadas con los mismos nombres, exigen un ejercicio de imaginación para adivinar los negocios que las circundaban, con sus olores y sonidos correspondientes. Y siguen cerrando librerías.

Volver, y ver la ciudad en ruinas, me invita a desprenderme de todas las semillas que un día me introdujeron en el bolsillo, dispuestas a germinar en cualquier terreno fértil. Volver, y comprobar que ya no están abuelos, padres, amigos,… me sugiere no ser nunca el que pueda faltar a la mesa, el motivo de las lágrimas que salan, sin pretenderlo, los amargos postres, los brindis sin eco. No, no quiero ser ellos.

Nunca es suficientemente lento el primer paso. Nuestro primer sonido es una semicorchea, por qué no una espléndida redonda. Vamos y volvemos de la escuela deseando que lleguen las vacaciones. Queremos que pasen pronto los exámenes, que nos bese con furia la chica o el chico que tanto nos gusta, que llegue ya el verano, aun cuando sabemos que el otoño, en nuestras latitudes, no dura más que lo que tarda en llegar el invierno. Nunca es suficientemente lento el último segundo en su compañía.

Y sin embargo dudo. Aunque la persona que ahora abrazo aún se derrumbe, treinta y cinco años después, recordando la noche en que su hermano se montó en un coche que nunca debió tomar. Es más, lo tengo claro. Lo tengo claro, sí, después de revisar algunos fotogramas en los que compartía, sin ser consciente de su condición efímera, pinchos de tortilla y lomo con mi abuelo. Quiero ser ellos. Ellos, esos seres esencialmente humanos, apasionados pero también pusilánimes, temibles o prudentes, también borrachos –quién los puede culpar, a estas alturas, por no saber hacer otra cosa– que acompañarán a otros en su despertar al mundo, invitándolos a sostener el sonido del primer llanto, alargar la primera zancada, prolongar la duración del primer beso: acceder sin prisa, por igual, a virtudes y vicios, pesar y algarabía. Sí, quiero ser ellos. Y poder darme cuenta mientras tanto.

Deja un comentario