… Y una canción de Sabina

Muchas veces los regalos se erigen en una suerte de ofrenda especular, que rebota en el regalado y envuelve al regalante en una extraña alegría. Tal es el caso del disco Tributo a Sabina, donde grandes artistas de la música española han disfrutado versionando canciones y letras que pasarán a la historia de la literatura universal, solazándose en ese verde campo de metáforas recién florecidas en que se convierten las rumbas y las milongas, los tangos y las rancheras de Joaquín; todo ese repertorio de folk por bulerías que huele al tabaco que fumaban Dylan y Cohen, a los mares de Alberti y Guillén –acaso el mismo– y al París de Vallejo, que era todos los olores, también los de mujer.

En vísperas de fechas especialmente señaladas para el reencuentro y la dádiva, para la comunión amistosa y fraterna de quienes se vieron separados por la geografía de la supervivencia y el éxito, yo quiero regalarme unos cuantos versos de Joaquín entregándoselos a quienes me acompañaron y me acompañarán en el camino hacia la tumba. No pondré nombres, como tampoco los tienen las Barbie Superstar, las rubias platino o magdalenas de Sabina, de modo que regalante y regalado permaneceremos en ese anonimato que impide denuncias y reclama una mezcla de complicidad y soberbia para que este guiño pueda ser devuelto.

A la chica que se peinaba a lo garçon y quiso enseñarme a besar en la ribera del Tormes, en medio de este otoño no tan frugal (ni amarillo) de un amor, envuelto en un cascarón de nuez a la deriva, el nostálgico octosílabo de “en Comala comprendí” y la suma perfecta de versos libres de Peces de ciudad (y el abrazo que nos dimos la primera vez que la escuchamos).

Para el compañero realista; que lee el periódico, y el BOE, en mi lugar, que me invita tácitamente a opositar, cuidar los hábitos de sueño, comer de manera saludable y opositar de nuevo, a lo que sea; para el amigo que echa las cuentas por los dos –la de los euros y la de la edad– este Eclipse de mar en el que sigo sumergido, aunque el diario no hable de mí, ni de ti.

Con la frente marchita –y la cabeza gacha, añadiría–, por haber sido tan cobarde y haber deseado secretamente sentarnos en corro y merendar besos y porros, ir cada domingo a tu puesto del rastro a comprar carricoches de miga de pan y soldaditos de lata sentado en la terminal de un aeropuerto tras besarte en la mejilla (en vez de arrancarte a tiras el cuello), esta pieza maestra, esta nostalgia de lo que nunca jamás sucedió.

Al amigo exiliado, categoría colectiva, con el que compartí juegos de críos en los parques y las discotecas, epifanías y descubrimientos de todo tipo mientras despojábamos de ropa y hollín al barrio que nos vio nacer, Pongamos que hablo de Madrid, ciudad sin horizontes definidos que se te impuso como único destino y en la que tantas veces me he perdido con la excusa de verte. Podría haber sido Yo me bajo en Atocha, que me gusta más, pero no quería mentir esta vez: yo me bajo en Chamartín.

Un párrafo rápido, adaptado a los tiempos actuales, con el ritmo de La del pirata cojo. Peor para el sol a la madura casada que aun aspiro a cruzarme en una boda o entierro (para luego cantarle aquello de “que todas las noches sean noches de…), Rebajas de enero a la chica que, no mentía, me dio todo menos entusiasmo; Princesa para la muñeca, sin sobredosis ni cirrosis, para la que ahora es demasiado tarde. A la orilla de la chimenea para la sombra que se tumba a mi lado en la alfombra.

Y como puedo ponerme cursi y decir que tus labios me saben igual que los labios que beso en mis sueños, también quiero regarlarles a todos los personajes aquí mencionados, los reales y los inventados, La canción más hermosa del mundo. Ya lo saben mi Annie Hall, mi Gioconda, mi Wendy: las damas primero.

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