Taza, ordenador, ventana

Cada 31 de diciembre me regalo unas horas sentado frente al ordenador, a poder ser en una de mis cafeterías-oficina, en una mesa junto a una ventana desde la que divisar un día que, a pesar de todo, sigue siendo, por lo general, gris y frío, ideal para la lectura y la escritura, las dos prohibidas pasiones que me hacen feliz y solitario, aunque ambas ofrezcan la promesa de una comunicación que rara vez se cumple.

El ordenador detiene el tiempo, lo reduce a la velocidad del tecleo, lo que vuelve inútiles, y desecha, pensamientos súbitos, concebidos en una bajada de guardia de la conciencia, que hiberna incluso cuando se la necesita. Sin embargo, el ejercicio de introspección que propone ensancha la memoria de aquellos acontecimientos que no son útiles para arrancar el coche, abrir y cerrar la puerta, bregar con la tarea cotidiana que nos da de comer. El que escribe (reescribe), vive de nuevo, rellena huecos y ordena fechas a su arbitrio en la búsqueda de una redención que aspira a hacer colectiva. Su diario suele ser una sentencia absolutoria, rara vez una confesión; menos, por narcisista que sea, una amenaza de suicidio.

La taza de café simboliza la juventud, la edad en la que empezamos a tomarlo sin preguntarnos por su conveniencia, asumiendo su condición adulta e interesante. La taza nos devuelve al tiempo en el que quedar a tomar café, para quienes no teníamos la facilidad discotequera de ahorrárnoslo, era la antesala de una película y un desastroso encuentro en una casa o residencia universitaria, circunstancia que tacharé en la revisión del texto –como si ellas no lo supieran.

Sollozos y balbuceos, de niños y adultos, llenan de anécdotas mi vida, rebajando el tono en el que se desarrollan mis conversaciones, una suerte de correspondencia en la que cada mensaje siente la urgencia de poder ser el último, de no llegar, tal vez, a la dirección esperada, a las manos que deben desplegar el papel y enrollarlo de nuevo hasta hacerlo otra vez inservible: “gilipollas”. Los gritos de fondo, en los que se expresa la masa reunida, rebajan el tono y elevan el volumen, ese susurro en el que expreso mis dudas: ¿cómo decir más alto lo que se ignora o se admite como pasado, y obsoleto, nada más emitido? ¿Cómo vocalizar lo que no suscribiría delante de mi abogado?

La ventana es en sí misma el tiempo, el invento que más infelices nos ha hecho, por infinito y, paradójicamente, fugaz. La ventana es el marco mismo de nuestra corta existencia, nuestro paso por el planeta y la mente de los otros, pues es, también allí (¿solo allí?), donde existimos. Poco sabemos del camino que recorrimos hasta ella, y que ahora queda a la izquierda de mi vista. De nuestro pasado apenas conocemos los pasajes en los que estuvimos presentes y suficientemente lúcidos, no lo que ocurría en la habitación de al lado, ¿de qué hablaban nuestros padres las noches en que no podíamos dormir?

Del presente, encuadrado por la ventana, donde está grabado el skyline de Logroño, apenas puedo distinguir el color de los vehículos que se dirigen a la circunvalación, si no es una falsa ilusión el movimiento. Y hasta los nombres que le ponemos a estos colores son una mera convención que en nada responde a la síntesis aditiva o sustractiva que conforma su apariencia. Como para no hablar bien bajito, y decir una cosa distinta cada vez.

El futuro queda a mi derecha. Le dicen 2020, por llamarlo de alguna manera. Lo inauguraremos comiendo uvas, porque la comunidad lo exige, como empezaron a exigirlo, creo, a la izquierda de la ventana, en un momento en el que no estuve presente. Hacia el futuro se han dirigido varias personas y vehículos, procedentes del pasado, pero la probabilidad, y la fugacidad del tiempo, me sugieren que apenas me cruzaré con unos pocos, a los que juzgaré como rojos o blancos, listas o tontas, en función de lo que yo mismo aprendí a la izquierda de la ventana, pensando a la velocidad que caminaba, sin el comodín de este ordenador, esta taza y esta ventana que no me hacen más listo, si acaso un poco más interesante.

Una cara conocida se asoma tras el marco de la ventana. Me inquieta que se acerque a ella por la derecha, me vea y regrese siguiendo la dirección en la que habitualmente leemos. Más aún que me abrace por la espalda. ¿Qué tiempo es ese que no puedo ver? ¿De qué color estas manos que me cubren los ojos de modo tan inocente? ¿Quién podría ser sino ella? ¿Quién podría ser sino…?

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