Plumas y cigüeñas

Logroño es ciudad de acogida para las cigüeñas –una chimenea junto al Ebro sirve como cimiento de uno de sus nidos–, aves cada vez más sedentarias para desgracia del refranero, que bien podría morir por obsolescencia prematura antes que por el alzheimer colectivo que nos ha sido diagnosticado. No así para el extranjero, a quien cada poco le recuerda su condición de urbe hecha a sí misma, que no debe favores ni a papa ni a rey (si acaso a Santiago); cruce de caminos, sí, pero también fortaleza patriótica frente a los privilegios vascos y navarros con los que linda.

Que el Ebro es un gran río lo sabíamos por los libros de texto, pero el hecho cobra valor cada vez que uno se asoma a su cauce y lo ve avanzar entre fresnos, sauces y alisos con la apacible violencia del buen salvaje. Como el Nilo, inunda riberas a su paso, arrastrando sedimentos arcillosos de color ocre que despiertan los afanes codiciosos de quienes lo observan sobre el puente. Como tantos ríos a lo largo de la historia, es el eje de una de las regiones más prósperas de nuestro país, lo que no impide que, en la pequeña escala, se convierta en el muro que hace de frontera y entorpece el rumbo que a diario toman los peces de ciudad.

La Rioja es un pequeño paraíso natural y gastronómico, un enclave único en el que conviven enormes bosques de pino, roble y sabinas con vastas extensiones de viñedo entre las que se intercalan frutales, huertas y campos de olivo. De estas minas a cielo abierto saldrá el combustible que atrae a turistas de gustos más o menos refinados y a solteros y solteras que quieren despedirse de esta condición con un destape gastronómico y una borrachera con la calidad suficiente como para ser compartida en Instagram.

Sus gentes son agradables, aunque su acento, en ocasiones, lleve a confundir el ruego con la amenaza y la sugerencia con la imposición. Por decir algo, es posible que les falte un sutil maridaje con viandas de otros lares, algún que otro mirador desde el que observar los alrededores con mayor perspectiva, liberados de la angostura del valle. Aun así uno puede estar seguro de que los habitantes de esta región sobrevivirán a las crisis y a las modas, al menos mientras en algún rincón de la Rioja se siga pisando la uva.

De lo que no estoy tan seguro es de que de entre sus cepas, en vaso o espaldera, el predominio de lo público –en ningún lugar había visto tan presentes a los municipales– como gran hermano custodio de la tradición y lo privado, el futuro de sus gentes y este orgullo tan marcado, nazca un heredero digno de la visión socarrona, oblicua y escéptica de D. Rafael Azcona, el Billy Wilder nacional.

Y no porque le falten temas sobre los que construir tramas e historias –la superpoblación de perros, los intentos de la Rioja Alavesa por constituirse en Denominación de Origen particular, los vicios propios de toda ciudad de provincias, la peligrosa propagación de la intolerancia al gluten,…– sino por la mezcla de dos tendencias que avanzan a la par y que también ensucian las aguas de otros ríos: la banalización del arte y la extensión de la censura enmascarada con el sobrenombre de “corrección política”.

Es por esta razón que, si tuviera que jugarme los cuartos con un órdago al mus de cuatro reyes que se juega por aquí, sería antes con una pareja de gastrobares que con un duples de escritores y artistas gráficos. Es por ello que si tuviera que apostar por un símbolo (barrica aparte) de Logroño dentro de unos años lo haría antes por el nido de una cigüeña que por la pluma del mejor guionista de la historia de nuestro cine.

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