Un pedazo del corazón de Castilla

En ocasiones, una foto y varios poemas se bastan para idear una biografía involuntaria. Ello a pesar de que el yo que se entrevé en los versos del fantástico Autobús de Fermoselle, sea más bien un nosotros en el que, si me lo permiten, un oriundo de Medina del Campo, que ha recorrido tantas veces la Armuña y el Campo de Azaba –y el de Peñaranda–, Tierra de Pinares y de Campos, el Páramo, la Moraña y también la Tierra del pan y del vino, tiene el deber de incluirse.

Como propios, lo confieso, he sentido cada golpe de azada, cada arañazo de la nostalgia y también la herida pendiente, en vano, de cicatrizar. Tentado de conectar una serie en el portátil, la opción de tomar este libro me recordó cómo, durante la infancia, la vida de nuestros abuelos, y su versión extendida y compartida a la puerta de casa en verano, se convirtieron en el mejor relato posible, en la iniciación a una ficción salpicada de realidad que nos enseñó la posibilidad de la aventura, el temor a lo prohibido; el infinito, por no medible, valor de los nombres de los que ya no están.

Y aunque la nieta del molinero haya querido rendir homenaje a este oficio con un poema eminentemente sonoro, es el silencio, y no la aliteración, uno de los grandes protagonistas del libro. El silencio que, clave en toda composición musical o literaria, pierde, sin embargo, su intención estética cuando se impone como mal menor ante el abuso, la injusticia o la amargura. Sobrecoge la lectura de los últimos cuatro versos del poema titulado “De los yugos”:

Me dice mi padre que en estos campos

mudos aprenda a acallar las palabras

porque todo lo que no es silencio, hija,

acaba por ser aullido.

La lectura del Autobús de Fermoselle, ideal, por cierto, para una atenta degustación en tránsito, permite recorrer con todos los sentidos el sotobosque castellano, que huele como la jara, se viste de retama, amenaza con el bisbiseo de un bastardo y hiere como la zarza al que quiere probar el sabor de las moras. De las moras y de las castellanas, esas que ensayaban besos en el verano del 98, cuando eran nuestros los bosques y toda nuestra, también, por desconocida, la idea del amor. Como también las fantasías del tacto del Cuerpo de hombre (hay una serie de poemas ciertamente sensuales) o la textura del de las mujeres que, me ciño a lo leído, brotan firmes, como el olmo.

Recito en alto y leo a Steinbeck y a Faulkner recorriendo biografías familiares, territorios míticos. Por supuesto a Machado y a David Trueba, aunque también a Julio Llamazares –de la montaña, sí, y no del llano, pero él también se gira, cuando pasa, hacia el agua de un embalse–. Recito y pienso en la fotografía de las películas de John Ford, en los atardeceres que, al igual que las despedidas, no terminan de alcanzar los confines invitándonos de esta manera a repasar lo vivido una y otra vez, a creer que todo final implica un hundimiento que firme y tenaz, como todo lo castellano incluido el pesimismo, se atreve a contradecir las teorías de los arqueólogos.

Con Autobús de Fermoselle Maribel Andrés llamero logra otro imposible: ver sus propios ojos. Sí, ver cómo brotan en ellos los prados que la salvan. Y aunque nos dice que está de vuelta, que un día emprendió el camino de regreso para ser náufraga en sus propios campos, en realidad, en una última arenga, nos invita a seguir caminando a lomos de nuestra memoria compartida, la que nos permite mirar atrás y reconocer en el fondo de la planicie esta Castilla que parieron nuestras abuelas, a las que abrazamos o echamos de menos.

Muchas gracias, Maribel, por regalarnos un pedazo de tu corazón castellano.

Deja un comentario