Pamplona: El futuro de la estatua de Hemingway

Mientras remuevo y deshago el corazón de espuma que corona mi cuarto café del día se me hace inevitable pensar en las banderas de Navarra y España que lucen en el balcón de la sede del PP en Pamplona, sobre un almacén de Mango Man del que es imagen Adrien Brody (y sorprendentemente no Pablo Casado), magnífico actor que interpretara a Dalí en una de las mejores películas de Woody Allen, Midnight in Paris. Estoy seguro de que el genio de Figueres también se hubiera sonado los mocos en cualquiera de los trapos antes mencionados, incluido en cualquiera de los paños de la multinacional catalana. Él sí con alguna especie de fin creativo o artístico que no terminé de encontrar en la tan comentada actuación de Dani Mateos, presunto humorista.

En una de las esquinas de la recogida Plaza del Ayuntamiento se venden productos de Salamanca. Lo hacen dos camareras de inequívocos orígenes navarros que, mientras decido qué vianda servirme, comentan una de sus muchas tradiciones. Después del varapalo que supuso ver uno de los laterales de la Plaza Mayor de Churriguera manchada de café, uno siente que ha empatado el partido al ver la grasa del cerdo de las dehesas acompañando los mediodías de la capital carlista.

Creo que la estatua de Hemingway no durará mucho alrededor del coso pamplonica, bien por demolición de este (los encierros del futuro consistirán en un desfile de moda en el que los toros vestirán sus mejores galas, hechas a mano por sus dueños), bien porque se descontextualicen sus textos y se censure su excesiva carga de testosterona, los nocturnos instintos cinegéticos de sus personajes, “claramente autobiográficos”, machistas, rancios. Por el momento, sus pies, en moderado declive, sirven para que sus compatriotas duerman las noches de borrachera durante los sanfermines. Ellos, junto con el alcohol y la jauría humana que se organiza en torno a él, serán los últimos supervivientes de esta tradición bajomedieval –los historiadores del futuro, igual de egocéntricos que los de ahora, reescribirán los períodos históricos y dirán que cuatro artistas italianos, tres iluminados franceses o unos cuantos descubrimientos científicos o geográficos no son suficientes para dar por finalizado el período de oscuridad: es posible que en unos años se escriba y se lea tanto como en la época anterior a la imprenta–.

A Pamplona la sobrevivirán Sancho y Carlos III, los fueros y las banderas independentistas y tres o cuatro sucursales cerradas, a las que no se les encontrará un nuevo uso, como excusa para hablar de aquel invento que permitió el intercambio comercial, base de la guerra y la paz entre los pueblos, de la convivencia y la depuración de los menos hábiles para atesorarlo, también de unos cuantos hombres buenos. Puede que también el puesto de la ONCE, al que acuden dos argentinos que saludan con entusiasmo: “Hola qué tal, cómo estás, nos la vamos a jugar por el cuatro”.

Es imposible mear en el mismo urinario que Ernest. Entre otras cosas porque es imposible encontrar una mesa para tomar un café en el Iruña, más bien un restaurante de lujo en plena Plaza del Castillo (que ni rastro, oye, como de la plaza de toros en unos años, veréis). Cuesta pensar que entre mujeres indignadas porque sus amigas no les cogieron el teléfono, niños que escupen la mitad del menú infantil y chicos que apuestan a que pierde el Osasuna pudiera tomar notas el maestro del relato (en realidad lo hacía en la terraza, mirando culos). Como cuesta creer que a uno le vayan dibujando corazones en el café y le pidan, a cambio, por un con leche y un donut sin agujero un precio justo, tan exacto que a uno le es imposible dejar propina sin que ello parezca una actitud hemingwayniana. En fin, a uno todavía le importa qué será de su estatua en el futuro.

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