Logroñeses

Como es habitual, en esta víspera de los Santos y Difuntos, leo y releo el monólogo que Gabriel Conroy pronuncia al ritmo de la nieve que cae del otro lado de la ventana, en Dublín, mientras su esposa duerme, casi desmayada (el cine ha hecho que la imagine como Anjelica Huston), la muerte de Michael Furey (¿se puede dormir una muerte?), un amor de adolescencia al que no ha conseguido olvidar. Sobre mi cabeza el cartel de Amarcord, película de Fellini que alcanzó tal relevancia que el diccionario de la Academia Italiana acuñó este vocablo como sinónimo de recuerdo o evocación. A mi alrededor el bullicio de una cafetería con mesas llenas de tapetes verdes donde se juega a los naipes y al parchís y se habla a voces.

Las tres de la una y los dos de los pares, grita un chico con medio flequillo. Menuda zorra, otro de camisa a cuadros, en la misma mesa. Encienden una luz, buscando la intimidad que ofrece su cegador reflejo, cinco mujeres que se apiñan en torno a toda clase de infusiones digestivas y se lamentan de ser ya viejas, de ver, como diría Woody Allen, el ataúd medio lleno. En Dublín, ya no “mienten” los hombres del tiempo (ahora son máquinas), también llueve.

Y puede que se esté celebrando una reunión en la mansión de las Morkan. Y que el Trinity College siga ocupando la misma manzana, no tengo tal certeza, aunque lo crea como creo que seguirán hablando las mujeres de enfrente cuando baje el volumen de los auriculares. Y que seguirá la partida de mus cuando abra una vez más los ojos tras el último pestañeo. También espero que le vaya bien a todas las personas a las que me recetaron olvidar. Deseo que sigan ahí puestas, como el Trinity College, felices como la señora Morkan al piano, aunque ahora me despierte lejos de ellas y haya ocultado de mi vista sus fotografías, sus cartas –los olores, por desgracia a juicio de mi psicóloga, aún perduran en alguna prenda a pesar del Ábrego, que azota mi tierra, y del Cierzo, que hoy golpea con fuerza las aguas del Ebro–.

Hoy entiendo mejor que nunca a quienes aspiran a ponerle nombre a los vínculos, pues son ellos los que definen la forma en la que ejercemos el amor, la generosidad o el rencor hacia las otras personas. El “tú y yo no somos nada”, aunque se trate de amantes o hermanos desde un punto de vista objetivo, avala el desprecio mutuo, el justiprecio de la indiferencia. Un hecho puntual, el hastío, la pérdida de confianza, pasan a ser términos forenses. También la distancia, que poco a poco congela el alma y extingue el vínculo, aunque a esto, frente a su expresión traumática, lo llamen “muerte dulce”.

El presente se impone y en la víspera del Día de los Muertos, seres únicamente comprometidos con su felicidad beben y juegan para olvidar el pasado mientras se perdonan, los unos a los otros, por las decenas de muertes que causan a diario, avalados por el criterio de los psicólogos, cuando cierran los ojos, ventilan los cuartos y matan a las personas que fueron importantes en su vida confiando en que habrá otras, que seguirá lloviendo en Logroño mientras comienza a nevar en Dublín… sobre todos los vivos y muertos.

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