«Odio a los niños»

Le basta con sentarse cerca de su mesa, enfrente de la chica, y hojear un periódico que parece tener letras impresas en un margen superior imaginario mientras sonríe por encima de sus páginas ante la menor señal de vulgaridad emitida por aquellos hombres, que miran sin disimulo el culo de una joven que se agacha, se despistan con una mosca que se posa sobre la taza de café y citan a Fernando Alonso en una charla filosófica sobre vida y sociedad.

Me pregunto cómo es capaz de atender con una mano a un perro, del que conoce su raza y pedigrí, y con la otra a un niño, al que entrega un par de caramelos de fresa y naranja obviando lo mucho que le irrita su voz aguda y estridente. Compruebo que cada tarde cita la palabra amor en una conversación previamente orquestada con el camarero, al que siempre deja cincuenta céntimos en propina. Y se declara escéptico, “tras muchas experiencias”, abierto a la soledad, seguro de poder encontrar dentro lo que nunca halló fuera, más allá del inmenso placer de soportar el peso de un cuerpo que se estremece y desmaya al no poder soportar sus besos y caricias, “pero eso uno lo encuentra en cualquier sitio”, “no es necesario enamorarse”.

Le basta con comprobar, alejándola de sus ojos, que la entrada para el teatro se corresponde con la función de la noche, tercera fila, platea. Y la desliza entre sus dedos para mostrar que en realidad son dos, de lo que ellas siempre se percatan, mientras sus novios chequean el estado de su partida virtual y los resultados de la liga.

Cuando abandona el bar, en su mesa, junto a la entrada, acompaña una nota que ellas se apresuran a leer, de regreso del baño. Al hacerlo se sonríen y regresan a la mesa, junto a sus novios, a quienes comienzan a contarles los avatares diarios, los últimos chismes de sus amigas, al tiempo que toman un pañuelo y les limpian la comisura de la boca, manchada de chocolate.

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