«Nos faltan palabras»

*Fotografía encontrada en: http://www.museo-etnografico.com/actividades.php?id=658&fecha=2016-11

Raúl Vacas Polo (Salamanca, 1971) no deja de ser un hombre a una mochila pegado. Cuando nos vimos ayer, ambos, el poeta y su mochila, venían de recorrer la Península Ibérica de este a oeste escapando de las nieves del Levante, a tiempo para sugestionar a sus alumnos del taller de escritura de ZOES con una clase sobre la carta como algo más que un soporte de confesiones de amor, despedidas definitivas o, incluso, declaraciones de guerra (metafóricas) de enorme valor literario. Llegó corriendo, puntual a la cita que habíamos acordado, y se fue de igual manera, ante la inminencia de la salida del último autobús de la semana, el que había de llevarle a Rodasviejas, a La Querida, casa de Vacas y Castaño, su particular lugar de retiro y, también, centro activo de dinamización cultural, una suerte de laboratorio multidisciplinar en medio del campo.

Entre tanto, numerosas reflexiones sobre literatura, escritura, actualidad cultural y también sobre el oficio, ese que ama y le agota a partes iguales al alejarlo del ejercicio más creativo y apasionado y del abordaje de los temas que ahora le obsesionan, principalmente la muerte. Sin embargo, Raúl dice encontrarse encantado con la labor didáctica que viene llevando a cabo en colegios e institutos, con jóvenes de un amplio intervalo de edad, para quienes también ha dirigido parte de su obra: Esto y ESO (Edelvives, 2010) o Niños raros (SM, 2011) principalmente. Ello, en cierta medida, lo conecta con las misiones pedagógicas de la II República, con esa labor que poetas como Lorca, Miguel Hernández o Luis Cernuda llevaron a cabo en su día y que tan necesaria se hace “para eliminar los miedos y prejuicios” que orbitan en torno a la literatura en general y a la poesía en particular. Desde el inicio de su carrera, allá en el instituto Fernando de Rojas, muchos de los poemas que la elaborado no han sido sino juegos en sí mismos, artificios lingüísticos que heredó de sus maestros. Las palabras las aprendemos jugando, recuerda. De ahí que gran parte de su producción esté destinada a rememorarle al adulto que un día, más cercano de lo que parece, fue un niño.

La literatura debería ayudarnos a ser personas, a ser, como decía José Luis Sampedro, mineros de uno mismo. Lamenta, así, que el acercamiento a la lectura que se hace en los centros educativos sea excesivamente formal y aséptico. Un día un profesor me dijo que les haría un examen sobre uno de mis libros. Le respondí que, por favor, no lo hiciera, que ni yo mismo lo aprobaría. La métrica, la sintaxis, la detección de las figuras retóricas,… Una enseñanza, en definitiva, alejada del sentimiento que se describe, del estallido de emociones que contiene todo gran poema y que socava el entusiasmo de esos lectores ingenuos que eran los adolescentes de hoy cuando tenían ocho o nueve años. Raúl también se muestra crítico con la elección de las obras de lectura obligatoria: Siempre lo digo, el salto entre Gloria Fuertes y el Poema del Mío Cid es un abismo.

La pobreza de esta enseñanza sumada a la ausencia de climas favorables a la lectura en el seno de los hogares, provoca un sentimiento de orfandad en el joven que le llevará a abrazar discursos más atractivos a priori; banalidades de vistoso envoltorio que, en cambio, le dejarán mucho más indefenso ante la vida. En este sentido, Raúl se duele del empobrecimiento del lenguaje, de su estandarización. Nos faltan palabras, reconoce, para abordar los grandes temas. Es lo que tiene, por ejemplo, aprender del amor viendo Mujeres, hombres y viceversa en vez de leyendo a Lope.

En cuanto a su obra, reconoce que no le dedica todo el tiempo que le gustaría, enfocado, como está, en esta labor más pedagógica que también le satisface, aunque vaticina que en ella aguantará lo que queda de curso y la mitad del siguiente, esto es, lo que le resta de aliento. Preguntado por el proceso creativo, por el germen del poema, afirma que muchas veces no es más que un título, una frase o una idea. La escritura del poema es un acto de descubrimiento en sí mismo que va tejiendo su propio final. Entre manos, desde hace un tiempo, un homenaje a Miguel Hernández del que aún no ha terminado de perfilar el tono y la unidad que ha de darle sentido. Mientras tanto, aunque su personalidad y su manera de concebir la vida le impidan “venderse” como los nuevos tiempos parecen exigir, Raúl Vacas acompaña a sus obras recordando el cariño (y olvidando, tal vez, el dolor) que provocó su gestación. Y esboza una sonrisa al hablar de la carta que le envió Benedetti como respuesta al manuscrito que él le había remitido anteriormente y que incluía el poemario Proceso de amor (Premio de la Academia Castellano-Leonesa de Poesía en 1999). Aquella correspondencia le sirvió como acicate para continuar en un oficio en el que, como recordábamos citando una frase de Orson Welles, “lo peor es que al terminar un capítulo, la máquina de escribir no te aplaude”.

Pero la victoria del escritor, confiesa, es otra. Tiene que ver con el reto, con la búsqueda. Con la mejora continua en la trabazón de las palabras y en la profundidad a la hora de elaborar los temas. Y a pesar de reconocerse “muy ocupado”, no solo se atreve a desmentir a John Donne cuando afirmaba aquello de “pueden amar los hombres pobres, los locos y hasta los falsos, pero no los hombres ocupados”, sino que admite que la propia literatura le ayuda a ahondar en este universo poliédrico que englobamos en una sola palabra por no tener que detenernos en sus infinitos matices y declarar, en sentencia firme, su inefabilidad.

Al poeta (escritor) novel, que “tirita de inédito” en palabras de Rafael Pérez Estrada, y del que yo hice las veces de representante, le invitó, finalmente, a ser paciente y esperar su momento, a tener paciencia y madurez, a saberse rodear de buenos lectores y atender la crítica como herramienta de mejora. Y en ese instante se hizo tarde, llegó la hora de partir, mochila a la espalda y paso ligero camino de una última estación. Yo, en cambio, me quedé. Con la sensación de que con Raúl Vacas el final de una conversación es el anuncio de que ya existe una nueva pendiente con todo lo que quedó en el tintero. Y, peor aún, con la impresión de que olvidaba algo que traía muy bien pensado de casa. En fin, Raúl, tenemos una fotografía pendiente.

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