Amor y miedo

Las personas mueren. De día y de noche. De hambre o hartazgo. Mueren, y eso es lo primero que deberían enseñarnos. De haber oído hablar de ello, mi amigo Pedro no se hubiera situado delante del tren que viaja directo a las provincias del sur a doscientos cincuenta kilómetros a la hora. Si hubiera sido instruido correctamente en la escuela, o en casa, hubiera aceptado mejor la muerte de su abuelo Damián, por viejo, la de su hermano Javier, por sobredosis, y la de sus padres, en un accidente de tráfico. Pero claro, mi amigo no había tenido la suerte de convivir, como yo, con la compañía de un padre enterrador y una madre cirujana.

Eran las ocho de la tarde cuando el vecindario rodeaba el cuerpo inerte de Pedro. Este, con pocos huesos enteros e innumerables bultos, vestía de traje. Creo que era el mismo que había llevado en el entierro de su hermano, aunque aquella tarde le quedaba mejor: no lo llevaba arrugado ni se lo había manchado de cal. Es más, yo le prefería así, pues ya no se sentía solo. Ni lloraba. Era Pedro, sí, pero muerto, como la palmera datilera que plantó una mañana en un jardín urbano y que sucumbió con la llegada de los primeros hielos.

Durante el funeral me sentí muy mal por Diana, su novia. Finalizada la ceremonia, de camino al cementerio, y mientras le miraba con cierto disimulo el escote, me dio un monólogo sobre la justicia, el destino y la figura de un dios vengativo. Creo que trataba de convencerme para que nos amotinásemos contra la brevedad de la vida y la muerte de los seres queridos.

Quizá tuviera razón al sentirse mal. No el día del entierro. Me refiero a la mañana del mes de agosto en la que amanecimos juntos en un hotel de las afueras. Sólo habían pasado siete meses desde la muerte de Pedro y aún soñaba con él. Me reconoció que tenía miedo de que pudiera vernos. Yo se lo quité: el tren le había dejado las cuencas de los ojos hundidas y de las retinas no quedó ni rastro. Respondió con una sonrisa a mi dosis de humor negro y se levantó para asomarse al balcón. Y entonces, en ese instante, sentí miedo. Miedo a que aquella barandilla de metal oxidado cediese ante el leve impulso de sus brazos.

Definitivamente me había equivocado. No al follarme a aquella mujer de sutiles curvas y ojos de un profundo color negro. Erré al querer ir más allá del mero placer y, desde entonces, temo a la muerte. No a la mía, la más insustancial que pudiera acaecer. Ni siquiera a la de mi padre, un vulgar enterrador que espera paciente a que un día otros trabajen para él. Tampoco me asusta el día en que alguien me diga “tu madre ha muerto”. Es natural. Las personas mueren. Pero Diana no.

Unos días después, mis padres me anunciaron la mala salud de mi abuelo. Cogí el coche y me dirigí hacia la casa en la que estaba pasando sus últimos días: un tierno bulto en la garganta había terminado corroyendo su ser. Lo encontré sentado en una hamaca de roble americano, con un viejo libro en la mano y un bloc de notas sobre su regazo. Me sorprendió verlo vestido con su bata fetiche, la del día después. Le interrogué con la mirada y me negó con la cabeza mientras sonreía. Una noche de sexo sólo podría haber sido un milagro y ni él ni yo creíamos en ellos. Y tampoco la abuela, que me saludaba apesadumbrada desde el interior. Había cocinado unas galletas y quería que pasara a probarlas.

Me recibió entre lágrimas. “Son muchos años juntos”, me dijo. “Cincuenta y dos”, susurré mientras la abrazaba. Y, aunque me apetecía llorar por primera vez desde que dejé de mearme en la cama, volví a mi ser y sonreí. En su caso el destino, aunque ello le ocasionase al abuelo recurrentes dolores, no se había atrevido a presentarse sin previo aviso.

Al regresar a su lado, mi abuelo, que aún conservaba la lucidez de los viejos tiempos, cuando diseñaba barcos de guerra para la marina italiana, había dejado escrito “gracias” en su cuaderno. Poseído de un renovado ímpetu, tomé la palabra. Hablé durante horas de recuerdos y vivencias compartidas, de proyectos, sueños y amaneceres hasta que la sombra de un viejo tilo fue perdiéndose en la oscuridad. Cuando la abuela nos llamó para cenar, empujé como pude la silla del abuelo hacia el interior de la casa. Sobre la mesa reposaba un plato de sopa que no tomaría. Durante mi monólogo, su corazón había dejado de latir.

Por la noche, mientras mi padre y otros familiares se encargaban de los trámites burocráticos y se trasladaba el cadáver a la funeraria, encontré su bloc de notas. En él hallé anotaciones sobre botánica y algunos apuntes de Historia. El deterioro en la caligrafía era evidente a medida que avanzaba en su lectura, pero una página destacaba entre las demás por su limpieza: la última.

Mientras habla mi nieto no puedo dejar de mirarla. Aún luce más bella que cuando tenía 21 años y todos los jóvenes del pueblo se la rifaban en los bailes. Hoy la abandono y me alegro por no ser testigo de su muerte, de la muerte de la única persona que he elegido para mi vida, de la única que amé libremente sin las ataduras del deber o el yugo que impone la consanguinidad. La besaría, pero se daría cuenta de que me estoy despidiendo.

Así, sin saber si mi abuelo era un cobarde o un valiente, pero muy seguro de lo que tenía que hacer, me lancé sobre el asiento delantero del coche y emprendí un viaje que duró más de ocho horas hasta situarme donde quería estar: en los brazos de Diana, con la seguridad de que al menos en ese instante, la muerte, su muerte, no era ni siquiera una posibilidad.

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