Manos

El pasado 14 de diciembre salí satisfecho de la oficina de Correos más cercana a mi domicilio. Tras elegir una de las opciones de envío urgente me fui convencido de que el paquete llegaría a su destino, en Ponce, Puerto Rico, a tiempo para las fechas navideñas, algo de relativo valor para mí, pero de cierto interés para la receptora del regalo. Tras comprobar, a través de un contacto en Ultramar, que el 24 aún no había noticias al respecto, utilicé la opción de seguimiento del paquete para advertir que este ya se hallaba en la oficina, pero pendiente de entrega. Puede que hoy sea el día indicado. Habrán transcurrido doce jornadas. El mar sigue siendo una densa frontera.

Las manos de quien toca un presente actúan con delicadeza. Tactan con sumo cuidado la prenda, valoran cada detalle de sus mangas, de su cuello, del gorro. Los dedos recorren con mimo su tejido tratando de averiguar su calidad y su capacidad para aislar o transpirar. Las manos del que hace un regalo se sienten impotentes. Quisieran estar recorridas por más terminaciones nerviosas para captar todas las cualidades del objeto. Quisieran estar dotadas de un alma para incluirla en el sobre.

Las manos de quien vende un regalo –sobre todo si la tienda donde trabajan es pequeña y mal iluminada– siguen siendo amables y diligentes. Y no por la vigilancia que ejerce el comprador sobre ellas, sino por el amor que profesan por su oficio. Su quehacer posee la armonía de los gestos que se han repetido durante años y, en el acto de entrega, sienten, aunque luego se ofrezcan para cobrar, que cumplen una función que garantiza la rotación terrestre y la sucesión de las estaciones.

Las manos del funcionario de Correos en origen se mueven por impulsos nerviosos. Colocan el paquete en diferentes posiciones y, mientras tanto, de forma más o menos sutil, colocan el reloj en el ángulo de visión de los dueños. Ofrecen bolígrafos, firman con desdén, se quejan del frío y sueñan con abandonar el tacto del cartón y cambiarlo por el de unas manos calientes que, de regreso al hogar, certifiquen el final de la jornada laboral.

Las manos del funcionario de aduanas son diestras. Todos los paquetes que pasan por ellas son susceptibles de contener la materia de un delito o una tarifa insuficiente. Son manos que actúan con la arbitrariedad con la que todo el mundo ejerce su labor, pero desde la firme creencia de que lo hacen por la gracia del dios Estado.

Las manos del funcionario de correos en destino son perezosas, no lo niegan. Con sus lánguidos movimientos transmiten la calma que es necesaria para ser feliz. Son manos que ofrecen la palma para tranquilizar las pasiones, que se entrecruzan en la nuca ignorantes de que, a 6427 kilómetros, otras se frotan entre sí, nerviosas, imaginando que una persona importante ya está descubriendo la calidad del tejido que ellas probaron, el alma que intentaron incorporar sin que fuera pesada y tasada, pues no habría dinero en el mundo para afrontar semejante gasto.

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