Madrid, literal y literario

Que los seres humanos –o al menos los individuos que adoptan sus formas y sus modos de caminar– avanzan en hileras por el inframundo de Madrid es un hecho literal. Bien colocados en la fila, pugnan por no sobresalir del conjunto aplicando, para ello, los preceptos aprendidos en la escuela. Sin embargo, que ello me recuerde al paso de los alimentos por un aparato digestivo en pleno proceso de descomposición, siendo los pasadizos del metro los intestinos delgado y grueso, y las bocas de salida, bueno, ustedes ya lo imaginan, es un recurso literario: una comparación.

Que los transeúntes madrileños, con diferentes cartas de nacionalidad –y por ello, también, con distintos derechos adquiridos– presentan ojeras en el rostro es un hecho literal. Por contra, que las ojeras le parezcan, a quien las aprecia, del tamaño de los anillos de Saturno es, a pesar de que las de algunos no disten mucho de ello, un recurso literario: una hipérbole.

Que los dependientes del séptimo piso de El Corte Inglés de Callao hablan con enorme convicción de la calidad de la madera del cabecero que intentan vender a un potencial cliente, es una imposición de su oficio, puede, pero, en cualquier caso, un hecho literal. En cambio, que ignoren con frialdad la presencia de los libros que adornan las estanterías elaboradas en esa misma madera y que pueblan las paredes de sus cuartos, es, además de una costumbre extendida, un recurso literario: se llama ironía.

Que los madrileños emplean años enteros de su vida en el trayecto entre su domicilio y su puesto de trabajo, entre vagones y atascos, o a la espera de que se encienda un piloto verde, es un hecho relativamente literal. Que el tiempo que le dedican a la reflexión reposada sobre el arte, el devenir de la sociedad, los avances de la ciencia o la relación entre cuerpo y alma alcance, siquiera, una décima parte del que pasan autotransportándose, no deja de ser un hecho literario: una ficción.

Que todo es texto, como diría el filósofo francés Jacques Derrida, es, cada vez más, un hecho literal. Hay un mensaje escrito, o por escribir, en la yema de los dedos de cada viandante. La función pragmática del lenguaje se impone arrinconando a los redactores de cartas, dedicatorias o post-it descarados. “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, se dicen unos mensajes a otros, mientras esperan el doble check azul que los destine al olvido. Todo es texto y, sin embargo, que desaparezcan vocales y consonantes, tildes y comas, sujetos y predicados en los mensajes que se envían los madrileños, no deja de ser también, además de una muestra de desdén hacia la gramática y la ortografía, un recurso literario: una elipsis.

Que los habitantes de la gran urbe, quizá por pura rutina, no levantan la mirada hacia las columnas, frisos y frontones de las portadas neoclásicas de los edificios del Paseo Recoletos es un hecho tan triste como literal. Que su comportamiento es el resultado lógico de años de profilaxis y anestesia respecto de la “enfermedad” del arte es solo una explicación literaria, ni siquiera un recurso.

Que numerosos amigos de la infancia, la adolescencia y la cada vez más dilatada juventud, han terminado en Madrid tratando de ganarse las lentejas es un hecho literal que bien podría sustentar teorías sociológicas o demográficas sobre movilidad de la población. Sin embargo, que esta cuestión me lleve a reflexionar sobre la necesidad de que los miembros de mi generación deban superar, cual Heracles, las doce pruebas del capitalismo más salvaje antes de poder realizarse profesional y familiarmente, es una necesidad íntima cuya expresión literaria, ni a los castizos ni a mis amigos exiliados en Madrid, les importa un bledo. Literalmente.

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