Paréntesis

Este lunes no he podido viajar a Madrid. He renunciado, así, a ser una diminuta hormiga entre sus anchas avenidas, un gigante arrasando las callejuelas en las que estas se ramifican y donde seres insólitos que caminan en contra del tiempo desarrollan tareas que, no solo no se han inventado aún, sino que ya han dejado de existir. En librerías de viejo, señores forrados en jerseys de lana tratan con delicadeza a sus clientes, y no parece importarles invertir decenas de minuto –o mitades de hora– en rescatar del polvo manuscritos que agradecen recordar el tacto de unas manos. En edificios antiguos, por su parte, porteros tocados con parpusa se ocupan del mantenimiento de los viejos ascensores de reja bien pertrechados con trapos blancos y tres en uno. Y en las plazas de Lavapiés juegan los niños, casi todos ellos venidos de fuera, o de vuelta, quién sabe. Sin miedo, porque todas las amenazas que plantea Madrid son juegos de artificio para ellos. Y en cada manzana, si la vista es capaz de viajar más allá de la punta de los pies, pero no tanto como para detenerse en los rimbombantes adornos que engalanan los balcones, es posible apreciar una asociación ciudadana que se mantiene en pie con el vigor propio de una madre trabajadora que aún encuentra espacio para atender sus ideales, amén de a su grupo de amigas solteras.

Este lunes no he podido viajar a Madrid y, quizá por ello, me he mantenido despierto escuchando sirenas de ambulancia, el ruido del comercio nocturno y el eco de las tapas de una novela rosa que se cierra sobre el regazo de una ama de casa insomne. Porque Madrid, Nueva York sin océano ni Broadway, tampoco duerme. Permanece alerta ante posibles atentados que ya un día la pillaron desperezándose en sus particulares zonas cero. Y se mueve al ritmo de poetas que creen reconocer en sus rincones teñidos de rojo-sangre la morada de la inspiración. Se mueve, digo, pero no tanto como en otros tiempos, peores –seguro– para las vísceras, que tuvieron que sufrir los excesos de una generación a la que la libertad le llegó por correo urgente, desprecintada y sin manual de instrucciones. “Madrid la nuit” es más bien, ahora, un bastión de noctívagos asociales, despedidos del trabajo y del amor, repudiados por saber poco, o demasiado, que de todo hay en la calle en esta España de la que su capital es maqueta, en esta tierra que se desangra desde el interior, aunque el temor a los tsunamis se concentre en sus costas llenas de turistas y empresarios con corazón de ladrillo y bolsillos llenos de dinero ennegrecido.

Este lunes no he podido viajar a Madrid, manantial y sumidero de carreteras y vías de ferrocarril, centro neurálgico de un idioma sobre el que cada hablante implanta un nuevo giro ya sea en Palma, Sol o Fuencarral. En madrileño castizo escucho a los vendedores de oro, alfombras o CD´s repartidos por las rutas turísticas principales hablándome de gangas sin recato. También ordenar bocatas de calamares o callos bien sabrositos a camareros que lucen que ni pintados en tascas y cafés. Aunque no hay español más reconocible y puro que el del vendedor de lotería. ¿A qué no saben en qué termina su décimo para este jueves? Sí, lo han adivinado. En veintidós: veintidós, veintidós, veintidós. Cómo no decirle, con cariño, en lenguaje claro y altisonante, que te gustaría comprarle un billete, pero que no tienes un puto duro.

Este lunes no he podido viajar a Madrid, pero se cierne sobre mí, a pesar de todo, su nube de polución, las sombras de sus rascacielos, construidos a golpe de pelotazo inmobiliario, el temor de ser un paria con derecho a voto. Desde aquí reconozco la falsa modestia, la vanagloria, el ejercicio de la caridad. Y siento la densidad de la burocracia, y escucho a Larra tecleando su “vuelva usted mañana” con sonrisa irónica pero ojos tristes. Y a Galdós describiendo una época que no termina de irse, por ser sus protagonistas los mismos de siempre, aunque con distinto traje y con la ayuda de la tecnología para difundir su mediocridad.

Este lunes no he podido viajar a Madrid, pero ya sabía que no es necesario pisar Chamartín para saber que siempre hay un tren que desemboca allí, donde se cruzan los caminos, donde el fugitivo que se despide de todos ustedes está condenado a regresar.

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