Crimen en el Augusta National

Llevo cuarenta años viniendo a este lugar. Cuatro décadas siendo puntual a mi cita con el Masters, el torneo de golf más importante del año. De hecho, de no haber sido porque a Harry, mi ayudante, le extraviaron las maletas en el aeropuerto, habríamos llegado a tiempo para cubrir la primera rueda de prensa del día. No tardó Kittel, enviado de la Fox al evento, en recordarme el retraso.

– Llevo quince años en Augusta y este es el primero en el que no he visto aparecer tu sombra con la primera luz del día. No hay duda, estás perdiendo facultades, Jimmy. ¿O es cosa del nuevo periodismo? ¿Acaso te entretuviste más de la cuenta tuiteando tu llegada a Magnolia Lane?

– No te confundas, Kittel, de ser cosa de algo o alguien, ese algo o alguien es tu mujer. Cada vez me pone menos y me cuesta más entrar en calor con ella. Ya me entiendes.

Para su fortuna, el amago de tumulto quedó en nada después de que el rector del Augusta National, Gary Oldman, recabara nuestra atención para anunciarnos, con voz muy solemne, la desaparición de la Chaqueta Verde, el galardón que se le entrega al ganador el domingo por la noche.

– Habrá sido Marilyn. Esta mañana la vi y me dijo que tenía frío –bromeó Cantwell, de la TNT.

El hecho de que el anuncio fuera oficial nos ahorró la siempre ardua labor de cotejo. En aquel momento, se volvió esencial ser el primero en informar del suceso a través de un afilado titular, cuanto más impactante mejor. Lo siguiente sería indagar acerca de los mecanismos de prevención y defensa que custodiaban la chaqueta e idear una hipótesis acerca de su violación. Sí, una teoría que suscitara acalorados debates y discusiones de punta a punta del país. Qué suerte la mía. Al fin, si hacía bien mi trabajo, podría recuperar la ya extinguida fama que me labré tras descubrirle al mundo la figura de un todavía adolescente Severiano Ballesteros. Era 1976. Ha pasado demasiado tiempo.

La sala de los periodistas era un hervidero. Los más jóvenes se mostraban inquietos y sudaban por frente y axilas de manera notoria sin despegar, eso sí, su culo del asiento. Para ellos el oficio consiste en una suerte de parasitismo, en comer de los demás para terminar cagando mierda. No me preocupaban aquellos imberbes como tampoco lo hacían los dinosaurios acomodados, anteriores a mi quinta, y a los que los miembros de la seguridad privada del campo solían reprender por fumar dentro de la carpa. No, ellos tampoco se me adelantarían en la primicia sobre el robo: su única ambición, más allá de conformar una crónica diaria, pasaba por ganar algo de dinero en las timbas de poker que se organizaban por las noches. Pero ella sí que me obsesionaba.

– Jimmy, ¿te apetece tomar un café antes de que salga a practicar Tiger Woods?

Ella sí que podía estar tras la pista. Ella, Marilyn, bautizada así por el color rubio platino que mostraba su ralo cabello al nacer y tocada ahora con una peluca morena, seguía desprendiendo, a pesar del evidente deterioro de sus facciones, un erotismo muy particular, capaz, no me cabe duda, de hacer enloquecer al más cuerdo de los hombres.

– Claro, dejo a Harry actualizando las redes sociales y ahora mismo vengo.

Desde luego, la orden que le di a Harry no fue tan inocente. Llevábamos muchos años juntos como para poder confiarle una empresa mayor. Siempre me he fiado de él. Una vez, incluso, arriesgó su vida para salvar la mía cuando noqueó, tras golpear en la nuca, a un atracador que me apuntaba con una pistola en Long Island. Una vez proyectado y comunicado el plan, regresé de nuevo a la sala destinada a la prensa, en cuya puerta aún me aguardaba Marilyn.

Me sorprendió la parsimonia con la que sorbió aquel inmundo café que nos sirvieron, impropio, dije yo, de un lugar tan distinguido. No alcanzaba a entender cómo ella, que viajaba sola como redactora del Times, no estuviera dedicada al cien por cien a la investigación del robo. Por muy extensa que fuera, que lo era, su red de contactos, el caso requería de la realización de pesquisas en primera persona. De hecho, para corroborar mi tesis, no tardaron en aparecer unos cuantos agentes del FBI, hecho que hablaba por sí solo de la importancia del crimen allí cometido. Los agentes se desplazaron por todo el recinto e incluso atravesaron el campo por dentro de las cuerdas lanzando miradas desafiantes sin destinatario aparente y sin detenerse, siquiera, a tomar unas cuantas notas y fotografías.

Marilyn se disculpó finalmente por no poder acompañarme a seguir, in situ, los nueve hoyos de práctica que jugó Tiger Woods. El mito del golf, aunque venido a menos en los últimos años, había visto reforzada su escolta después de que al robo de la chaqueta se sumaran varios avisos de ataque terrorista a los que los veteranos decidimos no otorgar demasiado crédito. Aun así, inmersos como estábamos en una espiral de pánico, a eso de las dos recibí un aviso en el teléfono que comunicaba la suspensión de la jornada de tarde. Precisamente, en el gesto de guardar de nuevo el celular en el bolsillo de mi chaqueta, descubrí un minúsculo recorte de papel en el que apenas podía leerse el contenido de lo escrito: Ven a verme esta noche.

No necesité más datos. Marilyn quería retomar una vieja tradición de encuentros clandestinos y yo no dudé en acudir a la cita. Harry ni siquiera se sorprendió al verme salir emperifollado del cuarto de baño con una camisa de franela rosa. Mientras me ajustaba el nudo de la corbata mantuvimos una breve conversación.

– ¿Sabemos algo nuevo, Harry?

– Nada, Jimmy, se ha impuesto un hermetismo muy severo. Nadie hace declaraciones y de poco sirve hoy tener viejos amigos. Nadie abre la boca.

– Bueno, paciencia, seguro que mañana lo vemos todo más claro.

Lo reconozco, me decepcionó verla vestida de manera informal, con un jersey de lana que ni siquiera se ajustaba a los hombros y un pantalón de algodón con el que supuse había dormido la noche anterior. No era la Marilyn de otros torneos, ni siquiera llevaba puesta aquella sonrisa postiza con la que era capaz de embaucar a cualquier hombre casado. Aun así me tiré a sus labios mientras mis manos trataban de liberarla de esas ropas de plebeya. Pero me detuvo y se señaló el lugar que antes ocupaba su pecho izquierdo, ahora mastectomizado, según me dijo. Y frené. Solo la abrazaba cuando tomó la palabra.

– Tengo la chaqueta. Yo mismo la robé. Salgo en unas horas para Washington. Mi intención pasa por exhibirla el jueves, día de comienzo del torneo, en señal de protesta contra el machismo que impera en este campo de golf donde las mujeres no podemos ser socias, en este país y en esta sociedad putrefacta que nos condena a lavar platos o a cobrar mucho menos por realizar las mismas labores que vosotros. La quemaré delante del Capitolio antes de que me detengan. Seré portada en todos los periódicos, ¿comprendes? Seré la Martin Luther King de la lucha para la liberación de las mujeres.

Tras permanecer atónito unos segundos, le ordené disminuir el volumen. Su tono enérgico podía delatarnos. El hotel estaba lleno de periodistas y jugadores. Debíamos ser discretos, así que susurrando le pedí que me dijera en qué podía ayudarla.

– Necesito que hagas explosionar una bomba de humo, que generes una información falsa que me permita escapar sin por ello convertirme en sospechosa. Necesito cuarenta y ocho horas para preparar la manifestación y congregar a una multitud en las calles del D.C.

– ¿Y qué obtendré a cambio?

– El jueves mismo, por la mañana, podrás dar en exclusiva la noticia. Recuperarás tu fama de sabueso –me decía mientras jugaba con mi corbata–. Volverás a ser el Jimmy Kramer de los ochenta, el mejor periodista deportivo del país.

– Tengo una idea aún mejor. Será el idiota de Kittel el que vierta la información falsa. Quedará como un principiante delante de todos los colegas y será despedido.

– Como quieras cariño, pero concédeme ese tiempo. Me dio un beso, una palmadita en las nalgas y al fin sonrió. Cómo no ayudar a una mujer en su situación.

Al regresar a la habitación pude comprobar que Harry, que lo había escuchado todo a través de los micrófonos que había instalado en la habitación de Marilyn mientras ella y yo tomábamos café, estaba igual de estupefacto que yo. No sé si fue solo por fidelidad, pero asintió a cada uno de los pasos que daríamos a partir de la mañana siguiente, no sin insistirme en que fuese cauto.

– Con Marilyn me unen muchos polvos en hoteles de mala muerte, Harry. Esa confianza no la otorga el matrimonio.

A la mañana siguiente Kittel nos sorprendió hablando a Harry y a mí de nuestro próximo artículo en una estancia apartada dentro del complejo. No debió de pasar por alto el gesto que nos lanzamos en medio de la sala de prensa, recinto que abandonamos acto seguido atrayendo su atención. Cuando sabíamos que nos escuchaba agazapado tras una columna, Harry inició su premeditado discurso.

– Lo tengo, Jimmy. El ladrón de la chaqueta es uno de los oficiales del Augusta National, Robert Hamilton (alguien tenía que serlo).

– ¿Y cómo lo sabes?

– Tengo una grabación en la que se lo confiesa a uno de sus compañeros.

– ¿Qué diablos le pudo mover a hacer algo así?

– El descontento por las condiciones laborales y un odio personal hacia Gary Oldman, acérrimo enemigo suyo, según parece.

– De acuerdo. En cuanto recabemos más información acerca del modus operandi publicamos. Voy llamando a Boston para que nos hagan hueco en la cabecera del digital y en la portada de mañana en papel.

Como teníamos previsto la Fox dio la noticia en primicia interrumpiendo, incluso, su programación. Tal y como supusimos, el idiota no se había molestado en contrastar la información. Menudo revuelo se levantó, pocos minutos después, cuando se llevaron esposado al pobre Robert Hamilton, quien fue incapaz de proclamar su inocencia ante los medios, absorto, como estaba, en su propia incredulidad. Muchos quisimos acercarnos a Kittel para darle la enhorabuena, pero no pudimos encontrarlo.

Durante martes y miércoles el torneo recuperó su ritmo habitual. Los jugadores practicaron y no dejó de disputarse el clásico campeonato de pares 3, en el que viejas figuras y jugadores en activo comparten cartel en medio de un ambiente festivo en el que, incluso, se permite que jueguen sus hijos y nietos. La noticia de Kittel, aunque numerosas voces se alzaban ya tildándola de falsa, había servido para aplacar la presión mediática y, en Augusta, las aguas habían vuelto a su cauce tras declarar, Gary Oldman, en una improvisada rueda de prensa, que se le entregaría al vencedor una reproducción idéntica de la chaqueta. No había prisa, por lo tanto, por retomar la investigación del robo, aunque yo estaba seguro de que la portada del Boston Globe del día siguiente haría correr ríos de tinta a su alrededor, Sí, respiré por momentos el olor de la gloria, Jimmy Kramer de vuelta en el Olimpo del periodismo.

Pese a las reticencias iniciales y a quienes lo calificaban, desde Boston, como de un acto de fe, el jefe de la redacción autorizó aparecer en portada con un titular que rezara: Activista feminista roba la chaqueta verde para reivindicar los derechos de las mujeres delante del Capitolio. Eso sí, se optó por retrasar tanto el cierre de edición como la tirada de aquel jueves, esperando a que los fotógrafos enviados a Washington pudieran reunir suficiente material gráfico para ilustrar tanto la cabecera como la noticia.

No tardaron en sucederse las llamadas, pero no lo hicieron con el mensaje esperado. Pronto me supe despedido, defenestrado, hundido de manera perenne, inhabilitado de por vida para el ejercicio de mi profesión. Los cámaras desplazados al Capitolio solo pudieron constatar la ausencia de movimiento. No había ningún amago de manifestación. Ninguna chaqueta verde.

– Mierda, Jimmy, escucha esto. Apagué el reproductor justo cuando abandonaste su casa pensando que todo estaba en orden. Si solo lo hubiera dejado encendido unos segundos más… Mierda, joder.

Harry hizo sonar el archivo en el que se habían conservado todos los sonidos procedentes de la habitación de Marilyn. Una vez finalizada nuestra charla, cuando se aprecia, incluso, que he cerrado la puerta por fuera y que ya me dirijo al hotel, se alcanza a escuchar el tecleo de unos números.

– Gary, guapo, ¿estás solo? ¿podemos hablar?

(Silencio breve)

– Va todo según lo previsto. Mañana temprano salgo para Moscú. Tú cumple con todas tus obligaciones y viaja directamente a Mauricio cuando finalice el torneo. Llegaré allí el viernes con el dinero que obtenga de la subasta. Mis contactos me hablan de cifras mareantes, de hasta más de quince millones de dólares. No sé qué vamos a hacer con tanta pasta.

(Silencio algo más prolongado)

– Sí, sí, es importante que des credibilidad a lo que publique el bobo de Kittel. Ordena que detengan a quien decida acusar en su noticia. ¿Qué más te da la reputación si vas a ser un madurito guapo, interesante y millonario y me vas a tener para todo lo que tú quieras? Sí, sí, Jimmy no será un problema, se lo creyó todo, hasta lo de mi cáncer de mama. Me bastó con llevar ropa ancha. Definitivamente, no hay nada como acostarse unas cuantas veces con un pobre hombre: Se piensan que eres suya para toda la vida y no son capaces de imaginar que, en realidad, es al contrario. Nada, nada, tranquilo, tú fíate de mí, cuando la policía quiera darse cuenta, estaremos muy lejos. Y seremos muy ricos. Adiós, mi gordito.

Gary Oldman. ¡Bastardo hijo de puta! Abatido y desplomado sobre el viejo sillón de la habitación, le pedí a Harry que ejecutara un último favor. Le entregué el revólver de calibre 44 que me había regalado mi abuelo y le dije que procediera sin miramientos. La sensación de fracaso que sentía en aquel momento, el hecho de haber sido el sujeto paciente de una malvada maquinación, me llevaban a aborrecer la vida, ese invento cruel del que nadie reclama la patente, quizá por eso mismo.

– Venga, Jimmy, ¿otra vez que me toca pensar por los dos? ¿Qué tal si en vez de matarte nos cobramos una justa y merecida venganza?

Harry me enseñó en la pantalla de su ordenador la página de confirmación para la compra de dos billetes a las Islas Mauricio mientras me devolvía el arma.

– Cuando tu abuelo te regaló este revólver intuía que algún día tendrías un buen motivo para utilizarlo.

– Desde luego, Harry. Mi abuelo lo sabía todo. Empieza a hacer las maletas.

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