Los idus de marzo

Han llegado los idus de marzo, proclamaba César a su entrada triunfal en el Capitolio, pocos minutos antes de morir bajo la estatua de Pompeyo asesinado por Bruto, Casio y su pelotón de conspiradores, acto que desataría de inmediato una guerra civil que se extendió más allá de las fronteras de Italia y de la que resultaron vencedores Antonio, Octavio y Marco Lépido. Los conspiradores fueron pasados a espada, a veces por la suya propia. Quien a hierro mata…

Su muerte fue predestinada por un adivino, al que no supieron escuchar a tiempo. Su esposa Calpurnia también barruntaba malas noticias, los augurios no indicaban nada bueno. La ciudad se hallaba bajo una tempestad de fuego, pero César decidió acudir al Capitolio, impulsado por la idea de una previsible coronación. César saldrá. Jamás cosa alguna de cuantas me han amenazado, se me ha presentado de frente. Al ver el rostro de César, se desvanecen. Y César salió, entre otras cosas a cumplir con lo que los dioses hubieran dispuesto, a afrontar la muerte por única y última vez guiado por el lema de que los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida.

Aquella escena, no hay duda, está de actualidad. No solo porque César, a la postre, hubiera salvado la vida quedándose en casa, sino también porque su muerte desató las hostilidades, hasta entonces disimuladas, en la península itálica. El escenario de una posible coronación, tan temido por los republicanos, tan contrario al ADN antimonárquico de las clases altas de Roma, solo fue retrasado unas fechas. César hubiera respetado las instituciones de la república, las magistraturas, principalmente el Senado; Octavio, en cambio, gobernaría con absoluto desdén hacia ellas.

Supongo que algo tiene de poético o irónico que el Día I del estado de alarma en nuestro país, con motivo de la crisis por el coronavirus, coincida con los idus de marzo. También aquí, en la tragedia actual, ha habido mucho de omisión, de escucha poco efectiva, de ignorante soberbia por parte de todos. Y puede que, aunque no lo sepamos, haya empresas personales en juego, seres que se consideran heraldos de los dioses, actuando con irresponsabilidad.

En cuanto a nosotros, pueblo de Roma, poco más podemos hacer que cumplir con los edictos imperiales, ser honrados ciudadanos y colaborar con quienes de verdad soportan el peso de una crisis sanitaria que venía sobradamente anunciada tras hacer colapsar el sudeste asiático. Se suspenden, por ahora, los juegos en el circo, las reuniones en el foro, la actividad del capitolio. Se nos conmina a permanecer en el domo o ínsula y a salir solo a comprar el pan o cortarnos el pelo.

Se nos confina quince días, tal vez treinta, se nos pide responsabilidad y visión de país, pero, una vez desatendidos los augurios, toca regresar a Shakespeare, y prepararse para una feroz batalla por la supervivencia económica y laboral. Dada la repetición de la historia, en este caso como tragedia, conviene recordar los distintos destinos de Marco Antonio, apasionado y vehemente, y Octavio, prudente y astuto.

La ambición ha pagado su deuda. Escuchemos los presagios. Leamos a Shakespeare.

Deja un comentario