La vida en tránsito

No suelen durar mucho los trayectos que realizo, los viajes por necesidad laboral o personal en los que me embarco a diario. Sin embargo, es en esos pequeños instantes, cuando se enciende el motor del coche y el navegador se sincroniza con mi teléfono móvil para que empiecen a sonar Dinah Washington, Diana Krall o Eva Cassidy, en los que me reconcilio con el mundo y puedo aceptar que haya más inviernos en el horizonte, con sus nieblas persistentes, su frío y sus habituales desgracias.

Sé que no es posible, menos con este precio de los carburantes, pero a veces imagino mi vida como una suerte de «road movie» en la que la sucesión de personajes, escenarios y tramas es solo una metáfora de nuestra existencia provisional. En marcha es más sencillo renovar los tanques del deseo y del erotismo, motores de nuestro entusiasmo que tantas veces olvidamos lubricar. Pienso en la relación entre Rick e Ilsa en París, o aquella otra entre Bob Harris y Charlotte en Lost in translation. La clave, en ambos casos, radicaba en la ignorancia, en el misterio y los secretos de unos y otros. Solo los desconocidos pueden ser, en nuestra imaginación, tal y como los soñamos.

En el camino se rompe la circularidad monótona de lo cotidiano y banal. Lo espiral deja paso a lo desestructurado y todo es en cierto modo imprevisible. Las bases de la tranquilidad parten de una presunción que se cumplirá el 99,9% de nuestra vida, esto es, que nos despertaremos al día siguiente reteniendo la información básica: quiénes dicen que somos y quiénes son las personas con las que nos hemos vinculado sanguínea o «voluntariamente». En ruta todo puede ser y no ser. Cabe el baile de identidades, los vaivenes de la memoria, la muerte en extrañas circunstancias. El crimen o el anhelo de este, pues también se diluyen las responsabilidades.

Cuando viajamos todo puede esperar. Toda decisión trascendental lo es menos, toda tarea debe ser forzosamente pospuesta, no hay forma de abandonar el volante, al menos hasta que los coches autónomos nos permitan trabajar también en el asiento del piloto en otra clara muestra de lo que el progreso nos ha traído. En cualquier caso, el viaje es un paréntesis, una desaparición puntual y socialmente aceptada. Uno puede estar de viaje sin que se encienda ninguna alarma; es una huida aceptable siempre que dure lo que duran las vacaciones fijadas por convenio y no se demoren los viajantes a la hora de cumplir con el resto de las obligaciones: fumar puros en bodas, pasear a los perros, comentar el partido del Real…

Si el día a día adquiere la forma de una prisión, por invisible e inventada que esta sea, por mucho que sea únicamente el producto de una mente fantasiosa y agotada, el viaje se asoma como una liberación. Allí, en ningún lugar, las costumbres se relajan, la incomprensión y la confusión de lenguas se convierten en una anécdota ─y no en una fuente de conflictos─ y somos libres para, como niños que aún somos, salirnos de las líneas, jugar con la plastilina, pecar y caer en los diferentes vicios que nos han sido sustraídos por las costumbres, la corrección política y un falso «deber ser» que parte de una lógica productivista y consumista y no de una ética basada en el amor al prójimo.

Cojo el coche, enciendo el motor. La película dura cinco minutos.  

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