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Volver a casa, aunque solo sea para sentir que ya no eres un bárbaro, o que los bárbaros son los otros. Volver a casa, aunque solo sea por un rato, aunque solo sea para aliviar este sentimiento de extranjería prolongado que se cronifica y se hace más notable por el hecho de no estar demasiado lejos. El tiempo es el verdadero factor definitorio y limitante, la principal derivada de esta época, el que determina nuestros planes y fija las siguientes etapas de nuestro camino.

 

Las ciudades deberían intervenir todos aquellos negocios que cambian de dueño exigiéndoles mantener su antigua denominación, aquella con las que lo conocían los habitantes de, cuanto menos, las últimas dos generaciones. Esta es la única manera de asegurar una cierta continuidad en el tiempo, una herencia cultural y patrimonial que se transmite por la vía de la conversación en esos mismos locales que ahora tienen un nombre distinto simplemente porque su dueño se consideró legitimado para hacerle un homenaje a su madre, a algún ídolo de infancia o a su pueblo. Hay que cuidar de los nombres como de los materiales y las alturas de los edificios.

 

Las chicas que, sin saberlo, ocupan mi mesa del Alcaraván y hablan de literatura fantástica ignoran que este es su último año de Máster. Bueno, esto lo saben, e incluso desean que termine, celebrar la graduación, acceder al título y poder opositar. Lo que no saben es que nunca más hablarán con este entusiasmo sobre una obra literaria, ni siquiera cuando se reúnan en un club de lectura o cuando, durante los primeros meses, compartan libros con sus parejas. Nada volverá a parecerles tan apasionante.

 

El resto de las conversaciones que se mantienen en el local, incluida esta conmigo mismo, son susurradas, provocan leves sonrisas avergonzadas de sí mismas y se consumen al ritmo en que se degusta el café, otrora excusa de magníficos encuentros y ahora principal aliciente de estos. Nadie habla con la seguridad de las chicas de mi mesa, especialmente de la que ocupa, sin saberlo, mi lugar. Nadie ríe tan a tumba abierta, nadie encuentra las ficciones que consume tan interesantes. Nadie más se atreve a llamar «tontita» a una compañera del máster sin temer incurrir en el grave delito de la incorrección política.  

 

Hace mucho tiempo que renuncié a ejercer el monopolio de una conversación. Quizá hago caso a los manuales de negociación y considero cada diálogo, por informal que parezca, una suerte de duelo al sol en el que van a intentar extraerme algún órgano. En realidad, creo que es más bien una derivada de mi natural prudencia, magnitud inversamente proporcional al tiempo estimado de vida que nos queda y que, por esto mismo, cada día ejerzo con menos rigor. Cada día que pasa hay menos razones para ser prudente, políticamente correcto, menos motivos para asistir pasivamente al absurdo y lánguido palidecer de la esperanza.

 

En una sociedad que avanza enloquecida hacia un progreso económico que se disfraza de concienciado ejercicio de desarrollo sostenible y que, en realidad, ha puesto fin a cualquier contrapeso ético o moral a sus propios disparates (que son los de unos pocos) mientras se distrae con la farsa guionizada por unas cuantas plumas afiladas que ponen sus palabras en boca de los políticos y los famosos, ser prudente es perder el tiempo, una forma de cesión y concesión, una renuncia a nuestra condición de humanos y ciudadanos, de sujetos dotados de libre albedrío y libertad de expresión (y de manos para empuñar armas, carteles o teléfonos móviles con los que fotografiar la injusticia).

 

Volver a casa para publicar esta denuncia, aunque solo sea amparado por el recuerdo de los seres que me quieren y quisieron con independencia de los resultados de mis continuos exámenes diarios. En los seres realmente desinteresados reside la verdadera confianza. No hay muchos en el mundo y estoy seguro de que no están fuera, lejos del hogar: los psicólogos te cobran una pasta y no dejan de problematizar tu existencia, los policías te piden antes tu documento de identidad y los sanitarios y los profesores están cansados y son cada vez menos prudentes cuando tienen que expresar que solo quieren volver a casa para poder ser ellos mismos, quitarse las zapatillas y mandarlo todo a la mierda, aunque sea en un blog casi clandestino al que susurran en medio de la multitud.

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