La chica del cuadro

La chica sentada enfrente de mí tiene la mirada triste. Lo compruebo cuando se cruza con la mía por encima del hombro izquierdo de su interlocutor. Con un sorbo de café y una mueca irónica le sugiero que por mí no se corte, que sonría tantas veces como desee, ya sea por cortesía, o educación, que yo me mantendré quieto, escribiendo en mi mesa.

El chico sentado enfrente de mí tiene los hombros inclinados hacia ella y una notoria vocación de conquista. Su acento caribeño nunca ha estado tan marcado, sus “c” nunca fueron eses tan prolongadas, susurros en medio de cada frase. Y por supuesto le da igual que la chica con la que habla tenga la mirada triste y hable de inviernos pasados con montones de nieve tomando la escuela como rehén.

La chica sentada enfrente de mí dice ser de Ávila y a cada palabra elogiosa que le dedica a sus murallas le sigue una proposición adversativa con la que se excusa por haber sido feliz allí, en una ciudad tan pequeña y de tantas cuestas, con los pies junto al brasero jugando a las cartas. Dejo de escuchar. Me quedo embelesado observando el flequillo, con el que juega de forma casi imperceptible descubriendo, en una de las pasadas de su mano derecha, una cicatriz que me despierta la imaginación.

Me interesan muy poco las lecciones de cambio climático con las que el tipo deja entrever una evidente pedantería. No la disculpo, pero comprendo que mire su reloj de pulsera (cuánto me gusta que lleve reloj de pulsera). Y que apure el vaso de agua que ha pedido para acompañar un café solo. Yo también me apresuro en consumir el contenido de la taza, quiero tener las manos libres para escribir todas las hipótesis que se me ocurran acerca del origen de esa cicatriz en arco de ballesta, aunque solo sea para ejercitar la creatividad.

Pero cambio de idea. Miro a la chica sentada enfrente de mí y pienso en ella como en una modelo. De pronto el vidrio de la pantalla ya no es vidrio, es lienzo, y las teclas una inagotable gama de azules con la que tratar de captar los matices de su voz apagada, la espumosa cresta de todas las olas que, desde su flequillo, se acercan a esa playa de arena y cantos que son sus ojos tristes. Me encantan sus curvas, esas largas tardes de biblioteca que pasó en Oxford, embriagada de melancolía; el tono de su piel, fruto de los inacabables ensayos de guitarra en el conservatorio. También sus manos encallecidas en las que confluyen todas las esperanzas de poder vivir algún día de la música sin tener que pagar seiscientas libras por alojarse en un viejo apartamento de un suburbio londinense.

La chica de la mirada triste se enfunda un abrigo de tonos pardos con forro de lana, olvida todo lo que ha escuchado y me mira, tal vez queriendo adivinar lo que he estado escribiendo, puede que como simple y educada devolución de atenciones. La chica de la mirada triste camina hacia la barra y no pregunta, ni se gira, cuando el camarero le anuncia que su café ya está pagado.

Regresa entonces a mi rostro la mueca irónica de hace quince minutos y recuerdo, no sin amargura, que conmigo no estaba obligada a fingir.

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