¿Por qué Casablanca?

Es cierto, no queda nada por escribir sobre ella. Sin ir más lejos, el pasado 19 de noviembre, Luis Martínez firmó en las páginas de Cultura de El Mundo Papel un artículo sensacional comparándola con el Quijote, incidiendo en su cualidad de “sueño compartido” como la definió Ángel Fernández-Santos. Según el crítico de cine, Casablanca pasa por ser una de esas obras que invaden el espacio de los mitos y cuya autoría se diluye y difumina en la leyenda. Como sucede con las pinturas rupestres o epopeyas como La Ilíada o La Odisea.

Ello a pesar de que, analizado en frío, tomando distancia con el producto definitivo con que nos obsequió la Warner, el guión es una suma de clichés y, los personajes, una combinación de prototipos sacados de la historia de la literatura. En sus páginas hallamos el sacrificio del héroe, la mujer enamorada de dos hombres, la amistad masculina, la colisión temporal de una pequeña tragedia con un gran acontecimiento histórico; todos los arquetipos en los que los hijos de Homero, Platón, Shakespeare y Cervantes terminamos encontrándonos, mirándonos con un gesto de complicidad en la sala de cine o en el sofá de nuestras confortables viviendas.

El verdadero mérito es que esa complicidad se siga sucediendo setenta y cinco años después, silenciados los tambores de guerra (no sé si sus ecos), muertos y bien muertos sus protagonistas, enterrado, bien enterrado tal vez, el ideal del amor romántico –¿quién tendría los arrestos, hoy en día, de renunciar a una mujer como Ilsa? Lo destacable, casi inverosímil, es esa persistencia de la memoria daliniana que nos permite situarnos en un París que ni siquiera se insinúa o en un norte de África de cartón.

Casablanca es el producto de una continua improvisación, el perfecto manual de lo que no se debe hacer. La cinta es hija de un tiempo en el que Hollywood era una comunidad de estudios con estrellas asalariadas que eran traspasadas como futbolistas por los verdaderos capataces del sistema: los productores. De ahí que los méritos deban ser repartidos entre la visión de O. Selznick y WB. Wallis, la profesionalidad de Michael Curtiz, director de origen húngaro, las notas de humor que introdujeron en el guión original (procedente de una obra de teatro que no se había estrenado) los hermanos Epstein y el dramatismo añadido por Howard Koch, quien les tomó el relevo. También, por supuesto, con el casting definitivo, una suma de negociaciones y casualidades que llevó a Humphrey e Ingrid a odiarse tanto durante el rodaje que, en esa encrucijada de contradicciones que es Casablanca, no pudieron amarse más, y de forma más creíble, delante de las cámaras.

Pero esta historia ya está escrita. La confluencia de anécdotas, la ausencia de una orientación determinada, agranda la leyenda y genera nuevas conversaciones, material para otro libro o documental. Es verdad, el pianista, que iba a ser una mujer, no sabía tocar; la canción, memorable, no iba a ser esa y nadie en el estudio sabía cuál iba a ser el final. Rick no iba a ser Rick, pues no iba a estar Bogart e Ilsa iba a ser una mujer bien distinta, pues Bergman fue un fichaje de última hora. Sin embargo, Casablanca no me embriaga por todo lo que envolvió su rodaje y si llegué a ella fue gracias a todas las buenas palabras que críticos y amigos de sensibilidad hermana le dedicaban. Con sus ciento dos minutos de metraje comencé saldando una deuda puntual y terminé contrayendo una imperecedera, imposible de amortizar y por la que estaría dispuesto a pagar con mi libertad.

En realidad ya lo hago. Pago a diario el recibo de aquella noche de junio, ya madrugada, en la que me senté a ver Casablanca. Lo hago al desear a menudo ser un refugiado de guerra en un desierto sitiado por los funcionarios del estado que deshumanizó el horror, amigo de un prefecto francés corto de escrúpulos, regente de una taberna en la que se juega y se esconden pasaportes a la libertad con el cinismo y la descortesía con la que se comporta Rick en el inicio. Aporto una a una las monedas que me exige mi humanidad mediocre por soñar con un amor como el suyo, aunque súbito e interrumpido por la resurrección de un hombre, que es la muerte de otro. Por un amor que se brinda, de forma inesperada, una segunda oportunidad que no es sino un vívido sueño que rememora los inicios, la génesis de ese sentimiento tan absurdo como irrefrenable que condena a los seres humanos a trabajar como meros títeres del otro, cuya voluntad también subyugan.

Pago con puntualidad mis obligaciones perpetuas con las notas del As time goes by cuando las tarareo al ritmo de las teclas de un simple portátil, incapaz de producir sonidos. También con esa Marsellesa que enmudece a los alemanes y agiganta la figura del héroe de guerra y el esposo, aunque sea a costa de nuestro hombre, de nosotros mismos, que no dejamos de percatarnos de la mirada enamorada de Ilsa. Abono todos mis préstamos con el polvo a la puerta de «El loro azul» y con la niebla que envuelve el aeropuerto, dos fenómenos opuestos en la medida en que confrontan la ausencia y la saturación de humedad e idénticos en tanto que reducen la visibilidad y reclaman un cierto onirismo para aprehender la vida.

Y en cada despedida de cuantas se suceden en mi historia, triste y débil pienso que debió ser de otra forma. Me lamento y nunca acepto mi destino ni me conformo con el recuerdo de aquel París, más doloroso que reparador. Por todo ello Casablanca, mi eterna deuda, el espejo que me devuelve en blanco y negro todo lo que no alcanzo a ser.

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