El ruido que nos salva

Me hubiera resultado cómico de no haber sido por los jirones de su pantalón y la tiritona de sus piernas. Y por su empeño en hacer sonar un tango de las lengüetas del bandoneón entre máquinas limpiadoras, el podado de un roble y la soldadura de un andamio. Tuve que pasar a su lado para comprobar que no era un ejercicio meramente gestual, que efectivamente sonaban las filosóficas, cínicas y resignadas, notas de una canción argentina. La escena era en sí misma un gag de Les Luthiers, una hipérbole de la batalla acústica que el arte y la razón llevan siglos librando y perdiendo.

Confieso que me gusta el silencio, sin denotaciones ni connotaciones. El silencio que alberga sonidos que no dicen nada, que no contiene soflamas, reivindicaciones ególatras, “excusatios non petitas”, reproches iracundos, bisbiseos sibilinos, carcajadas a lo Actor´s Studio o llantos de plañideras en honor de todas las víctimas de todas las injusticias registradas en el mundo. Me gusta el silencio que deja expresarse a la obra de arte (y no al que aspira a comprenderla), al que por costumbre calla y escucha (y reflexiona y aprende) y a la naturaleza, generosa y olvidada.

Sin embargo, hay otro silencio, presente en todas nuestras biografías, que me atormenta. Lo reconocerán, seguro, al otro lado del teléfono, antes de un titubeo, un ejercicio de tartamudez y una terrible noticia. También encerrado en el esófago, atorando el paso de aire, oprimiendo los pulmones contra las costillas: es el silencio cómplice que consiente la canallada y la vileza frente al débil, el ejercicio de la violencia y la tiranía sobre nuestra negra sombra. O el que asiente tácitamente una deslealtad, una traición. El que confirma la muerte de un amor, el que sigue al fin de una historia (¿acaso no terminan todas las grandes novelas, todas las buenas películas, con un prolongado silencio en el cuarto o la sala de cine?).

Este silencio me asusta. Me coloca ante el espejo y hace que me vea aún más deforme. Este silencio me sorprende y abruma una tarde de invierno gris ante retratos en blanco y negro, con la única compañía del viento que golpea con furia el cristal. De este silencio huyo, cobarde, alejándome en primer lugar de mí mismo y de todas mis frustraciones. De ahí que persiga el ruido de las eternas obras municipales, el tránsito de las hojas en una biblioteca, el chirrido de las zapatillas sobre el parqué, los lloros agudos y estridentes de los bebés, las conversaciones a gritos en los patios o las peluquerías, la radio de los taxis, el motor de un viejo Chevrolet tuneado. De ahí que frecuente bares y cafeterías, librerías sin intención de comprar, parques y avenidas donde la muchedumbre comparte los gozos y las sombras de vivir. De ahí que me pueda resultar cómico –y no terriblemente dramático– asistir a los esfuerzos infecundos de un artista que se resiste a perder el duelo de decibelios contra el mundano ruido de podadoras y soldaduras, frente al ruido que nos salva.

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