Glosas sabinienses II. Lo que sé del olvido.

Nada graba tan fijamente una cosa en la memoria, como el deseo de olvidarla

(Michel Eyquem de Montaigne)

Mientras las chimeneas vierten su vómito de humo

y se desparrama el zumo por las paredes ocres

de este desolado paisaje de antenas y de cables,

me anticipo y abrazo la ausencia que ya mi cama intuye

en este número siete, calle Melancolía.

 

En fin, así estoy yo sin ti, que ni vivo

ni la vida se me va con lo que escribo,

que ya ni la luna me ofrece el hombro

para hablarle de esa amante inoportuna que se llama Soledad.

 

Soledad que, como pudiste comprobar, no curan el whisky sin soda ni el sexo sin boda,

soledad que me provoca la peor de las nostalgias, ya sabes,

la de aquellos trenes que no iban hacia el norte,

cuando era más joven, sí, pero la vida no era distinta y feliz.

 

¿Qué voy a hacerle yo si el manager audaz no quiere vela en este entierro,

si el joven aprendiz de pintor aún cree que mis cuadros son como el catecismo,

si tras tu partida seguiré yo deshojando esta margarita

colgado, como sigo, en Calle Melancolía?

 

Colgado como lo estoy de aquella muñeca que tenía esa forma de hacerme daño,

para la que, a pesar de todo, nunca debió ser demasiado tarde

y por la que me pasaría toda la vida, perro bueno,

pagándole fianzas, llevándole el equipaje.

 

Iría a verla, lo juro, si tan solo supiera dónde queda su oficina,

igual en mi caballo de cartón que en una ambulancia blanca,

todo lo seguro que puede estar un torpe suicida sin vocación

de que le podrán robar sus días, pero no sus noches.

 

Noches en las que no recordaba si tenía marido

y en las que, con el sol ya roncando en la cuna,

desfilaba delante de mí en ropa interior

advirtiéndome que a la mañana siguiente tendría que irme:

“hay caprichos de amor que una dama no debe tener”.

 

Ahora sé que lo soñé, que no era suya la ardiente voz que al oído

me decía “me moría de ganas querido, de verte otra vez”:

todo lo que en aquella desconsolada posada

me unía a la humedad de la alcoba era un viejo colchón.

 

Siguiendo tu consejo, crucé el océano para comprobar

que ellas no tienen más amor que el del Río de la Plata,

que no había nadie detrás de la barra del otro verano,

que no todas las noches son noches de boda,

por más que las cante Chavela Vargas y las escriba un tal José Alfredo.

 

Que en el lugar donde has sido feliz

cantan la canción de las noches perdidas

y que, aunque mientas, como mienten todos los boleros,

todo lo que resta es pasear por el bulevar de los sueños rotos;

 

comprobar que amor se llama el juego

en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño,

recordar que dormir contigo fue estar solo dos veces:

que, en fin, también en el infierno llueve sobre mojado.

 

Termino y, para poner fin a este ruido,

a esta canción a la que le falta algo más que un buen estribillo,

negaré siempre que lo nuestro durara lo que duran dos peces de hielo

en un “güisqui on the rocks”,

le cantaré a la primavera la canción más hermosa del mundo,

reconoceré públicamente, de purísima y oro si es necesario,

con magdalenas y princesas rubio platino como testigos si es menester,

que si del pecado no tengo idea, lo que sé del olvido,

que es nada, como has podido comprobar, lo aprendí de ti, Joaquín Sabina.

Forever young, like a rolling stone.

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