Escribir, jugar

El otro día me preguntaba uno de los chicos que entreno aquello de “¿por qué escribes?” y, aunque debería llevar preparada una respuesta convincente para una cuestión que amenaza con pronunciarse en cada encuentro con lectores o amigos, tuve que tomar un tiempo para encajar el golpe y articular unas palabras.

Y sí, dije bien, se trata de un asunto de libertad. La libertad que concede la anonimia del receptor, el tiempo entre la génesis del pensamiento y su plasmación gráfica, las infinitas posibilidades que conceden la definición de un estilo, la estructura, la composición de los personajes,… toda una toma de decisiones, en definitiva, sometida únicamente a las vivencias y lecturas del pasado, los prejuicios incubados silenciosamente, las deudas heredadas, no solo con el banco. Ante la pantalla del ordenador y su vibración casi inapreciable, las esposas se reblandecen y hasta se agradece que, en un entorno de tanta flexibilidad, actúen como fuerza gravitatoria la tradición literaria, las normas de un género concreto (el número de clichés admisible, la métrica de un alejandrino), las claves del modelo de comunicación de Jakobson

No dije, en cambio, aunque lo pienso, que escribir es también un acto de venganza contra la verborrea de aquellos que, en mi infancia y adolescencia, monopolizaron los discursos, no por una superior inteligencia, sino por una mejor salida de tacos. En muchos ámbitos, desde la escuela hasta la barra de bar, hablaba el que no tenía pudor, el que no necesitaba escucharse a sí mismo antes de emitir un mensaje. No necesariamente el que pensaba más rápido, aunque esto también me ha ocurrido, especialmente con mujeres, más diestras, tal vez, para el ejercicio del diálogo monologado.

Escribo porque escribiendo puedo servirme de la plastilina gris para mis composiciones, ser del rey Gaspar, fijarme en el segundo plano de una fotografía, hacer de un tipo mediocre el protagonista de historias que, por lo general, suelen pisotearlo. En el negro sobre blanco me permito introducir los matices que me reservo en el habla cotidiana, en la tertulia deportiva o política, transmitir las emociones más sutiles, menos populares, ser escéptico sin tener que posicionarme o excusarme por no hacerlo. También por la latente necesidad de expresar lo que por necesidad callé en virtud de una estrategia de supervivencia que se basó en ocultarle al león, por temor al león, que había un tigre en el cuarto (casi siempre Shere Khan, el de El libro de la selva). Sepan que en cada silencio autoimpuesto, aparentemente valorativo, habita un capítulo de este y, ojalá, futuros libros.

En fin, escribir es el juego que me permito ahora que los columpios se me quedan pequeños, ahora que los amigos han emprendido cruzadas más serias y que la noche nos ha alcanzado sin remedio, aunque solo sea en su versión profética. En cualquier caso, si les apetece pasar esta tarde por Letras Corsarias (Rector Lucena, 1), es posible que si me preguntan que por qué escribo les responda una cosa diferente. Les oculté que también lo hago para poder contradecirme sin que nadie me achaque falta de coherencia. Acusen, si quieren, al libro.

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