En la soledad del Lorca

Para la mayor parte de personas que conozco, la soledad es un estado transitorio, un paréntesis entre planes, citas o quehaceres cotidianos. El tumulto es su fuente de sosiego, el qué y el porqué a todas las preguntas que algunas veces, pocas, se hacen. Compartir cama, desayuno, responsabilidades,… reduce el tiempo del monólogo y simplifica los proyectos de futuro añadiendo incertidumbre, dependes que merman de un modo tácito el ejercicio de la libertad, esa condena sartreana que un día, ya lejano, consideramos un don por el que luchar y hasta dar la vida.

En mi caso la soledad es un estado programado, casi perenne, que se mantiene activo aun en la compañía de los otros, con quienes dialoga mi homónimo social, un ser al que educaron para ser amable y educado, honrado y generoso, enamoradizo, para su disgusto. Él decide circular por el lado correcto de la calzada, alejarse de las mujeres casadas, seguir los patrones de comportamiento comúnmente aceptados. Él quisiera votar, participar de los debates públicos, opinar sobre lo que desconoce. Y a veces gana la partida.

Yo busco la complicidad de la naturaleza, el eco de los valles, o el menos nítido de los cafés, donde el subconsciente filtra al azar los sonidos de las máquinas, la música y las conversaciones ajenas. Me gusta hablar bajo y que me pregunten qué fue lo que dije, para decir otra cosa, o la misma bien pensada; hablar conmigo mismo, en definitiva, o escuchar, solo escuchar, sin que al acto de la escucha le siga un “¿y tú qué piensas?” al que responderé con una mezcla de sonidos inaudibles o, peor, con una intervención impertinente y poco razonable de mi homónimo social.

Cuesta saber si antes de que el primer hombre se sostuviera sobre dos piernas ya existía alguna norma que rigiera los modos de caminar. No tengo claro si fuimos engendrados o declarados, si nacimos animal o institución. A veces juego a renombrar a mis amigos y a mis antiguas novias, estando seguro de que Sara bien podría ser mi amigo y Mario la más fogosas de mis ex, pero enseguida sucumbo ante la trampa del tiempo, otra convención incuestionada, otra verdad absoluta que limita nuestra libertad, un significante que se antoja demasiado sonoro, trisílabo, para su menguante contenido.

Y escribo, que es lo peor, con vocabulario limitado, siguiendo normas de ortografía y puntuación que no existían cuando se desarrolló nuestro cerebro, que facilitaron la comunicación pero no nuestra libertad creadora. Y publico, lo que es peor, siguiendo el impulso vanidoso de mi homónimo social, necesitado de la atención de esas mujeres casadas con las que quedará a espaldas de sus maridos para luego abandonarlas en el portal de sus casas, temeroso de amanecer junto a ellas, en medio de una atmósfera cargada de aromas corporales y culpabilidad, compartiendo planes para la tarde que implicarían dejar plantada a la soledad que me aguarda en el Café Lorca, mi última guarida.

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