En la víspera de una despedida

No sé si lo resistiríamos, si nuestro corazón aguantaría vivir a diario en la víspera de una despedida, sabiendo que mañana alguien se alejará de otro alguien, de otro algo, del pasado y todas sus manifestaciones aún erguidas, también de las que se yerguen como espectros y nos saludan durante el último paseo, allí donde se nos aparecieron por primera vez, reprochándonos sin palabras nuestra huida.

(No sé si lo resistiríamos) pero es magnífico. En la víspera de una despedida los propósitos dejan de serlo y se ejecutan, cueste lo que cueste. Los deseos se convierten en confesiones, aunque otros labios, u otros dedos, los frustren empleando, para ello, un baño de ese apestoso desinfectante que es el sentido común, una mezcla de realidad incuestionable y educación inyectada en vena, antes de que pudiéramos filtrar su contenido, que avala cualquier decisión, por contraria que sea a nuestros instintos o intereses.

Surgen, cerca de ese último aliento, a escasas horas del abrazo fraternal, del beso imaginario, sensaciones indescriptibles. Los mecanismos de la memoria afilan sus lápices para inventar el pasado, la historia de cada pequeño rincón, de la mesa de un bar, del sillón del fondo de un karaoke. Los dibujos adquieren ahora tonos más cálidos, quizá porque el dibujante es consciente de que ningún borde conducía irremediablemente al abismo, ningún filo cortaba tanto que desangrara.

Hoy siento que me despido de una ciudad distinta a la que dejé, con cada vez menos caras conocidas entre sus piedras. Regresar del parque, este verano, era echar en falta tantos rostros, anhelar de un modo tan infantil conversaciones cotidianas sobre la nada y sus efectos con Valentín, Reme, Antonio, María, Pura,… Mi vecindario de toda la vida empieza a ser el de otros, ignorantes de la mala leche de la Rogelia o la Ramona, de la parada de taxis que había donde ahora se extienden las terrazas.

Es fácil imaginar que la crónica de esta ciudad ya ha sido escrita por el próximo García Márquez, que el día en que la iban a (terminar de) matar Salamanca se levantó temprano y preparó hornazo para todos sus ciudadanos. Y maquilló su rostro de piedra con arenisca, y pintó de azul su río de lágrimas. Y le sacó el polvo a las fotografías de Nebrija, Fray Luis y Unamuno mientras presumía de universidad en un perfecto español ante un turista madrugador, que veía salir el sol desde el puente romano, junto a la estatua del lazarillo.

Ese día yo no estaré aquí. Entre otras cosas porque mañana parto de nuevo a un lugar donde los sueños aún se conjugan en futuro y la esperanza (y la iniciativa) mantiene abiertos negocios y paritorios. Pero no lo oculto, y expreso en alto, ante un amigo descreído, que toma café y fuma mientras observa a lo lejos el viejo local de su librería hoy cerrada, el deseo de volver. De volver e instalarme con éxito, por qué no, entre sus calles medievales, frente a las vistas que ayer mismo, al caer la noche, me hicieron llorar de belleza. También junto a mis recuerdos, a los que hoy contemplo con ese necesario poso de madurez que oculta los tonos grises de los condicionales y los subjuntivos.

Volveré, estoy seguro, retirado o en activo, con la compañía cómplice de una mujer o la aún más contradictoria de mí mismo. Volveré a la lentitud con la que se caminan estas calles, a la lectura en los cafés, al acto inútil de la escritura. Volveré y otra vez alzaré la vista para verte junto a la ventana de la biblioteca, aunque tu miedo te haya llevado a otra ciudad junto al mar y allí seas mucho más feliz de lo que nunca lo hubiéramos sido juntos. Volveré y sentiré que cada día es la víspera de una partida, de un viaje puede que definitivo.

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