Noches de Rafa

A medida que se cumplen años, uno dosifica las noches en vela como si supiera el número exacto que le restan, y estas no fueran muchas. También se vuelve más exigente con los motivos para trasnochar, descartados los flechazos, por haber probado su posterior veneno, y las borracheras con amigos que ahora son solo esposos, compañeros de viaje y padres de familia. Y se va olvidando de protagonizar esas noches alocadas de las películas de Lucas y Scorsese, esas noches interminables que ahora prefiere pasar durmiendo, ante la inminencia de una mañana soleada o un día de niebla.

Pero claro, si la cita es con Rafael Nadal uno acude, aunque a la noche le siga un día laborable, y a este otro, y otro más. No se puede decir que no a una representación de tan alto valor psicológico y estético, al agon que encarna el más apto entre los aptos, aunque sus continuas lesiones nos remitan a los mitos; quizá sus rodillas no quedaran sumergidas en el Mediterráneo.

Ver a Rafa seguir ganando Grand Slams otorga esperanza a quienes crecimos junto a él, atesorando mínimos logros mientras él avanzaba con paso firme hacia el Olimpo del tenis. Esperanza porque, aunque se declare viejo, seguir viendo su estampa, tumbada en el suelo (¿Rafa yacente?), celebrando un nuevo triunfo, nos reconforta y anima: “aún estamos a tiempo”, nos decimos, mientras empujamos desde casa cada golpe hacia la línea y transmitimos nuestro aliento al mejor de nuestra generación.

Cómo me gusta el tenis, el intercambio en la distancia, la constante batalla por reducir ángulos, ganar pista, variar velocidades y alturas, plantear diferentes ritmos de juego,… El constante duelo entre dos cabezas privilegiadas que se debaten entre desatar las emociones o contenerlas, tirar la toalla o conectar un golpe más, jugar conservador o agresivo y adivinar el estado de ánimo del rival, lo que puede estar pensando. También la guerra en su plano más físico, pues los mejores se pasan todo el partido haciendo buena la máxima pugilística que pronunciara Ali en su día: “flotar como una mariposa y picar como una abeja”.

Remar como un palista y picar, eso sí, como una abeja, fue lo que hizo Nadal para llevarse su decimonoveno título de Grand Slam, un número que se agranda en la comparación con los catorce de Sampras, esa marca que a todos los que crecimos en los noventa nos parecía inalcanzable viendo la enorme competencia en el circuito y la escasa longevidad de sus mejores exponentes, muchos de ellos retirados antes de llegar a los treinta.

Pero Rafa, ya con 33, no nos dejará tan pronto, aunque se case y empiece a llenar su academia, España y el mundo entero con niños y niñas con su genoma. Un genoma que sin una educación estoica, políticamente incorrecta, casi espartana, no hubiera dado lugar a una metamorfosis tan perfecta, al “Rafael” de Michelangelo que sigue resistiendo, haciéndonos sentir jóvenes y citándonos a cualquier hora del día, o de la noche, para disfrutar de lo que nunca soñamos ni quisimos ser, porque sabíamos lo que costaba.

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