El tiempo en una pecera

 

No sé si nos llega todo demasiado tarde, o si, como titula El País, recogiendo literalmente uno de los testimonios que forman parte de la serie Una generación en busca de futuro, “la vida nos va con retraso”. La biología y la socioeconomía funcionan asincrónicamente en las biografías de los jóvenes, cada vez menos jóvenes, de nuestro país. La adolescencia se prolonga indefinidamente, con sus constantes cambios de humor, su inestabilidad y su continua lucha por la autodefinición. La paternidad y la maternidad se posponen, para riesgo de los futuros bebés y sus amigos, es decir, de esa generación futura llamada a quejarse también de la anterior, y de la que la sucederá.

 

El verdadero enemigo es el tiempo, o su percepción. Y la comparación de épocas viciada por el presentismo casi patológico que nos aqueja. El futuro es una invención muy reciente, fechada en un pasado que en términos históricos podríamos situar ayer mismo. La generación que vivió mejor que nosotros apenas sí hacía planes, cumplía religiosamente un plan trazado por una entidad basada en la ficción más eficaz de los últimos milenios en un modus vivendi que nosotros, libres y huérfanos de dios, jamás habríamos aceptado como imposición. Y aun así los envidiamos.

 

El verdadero enemigo es el tiempo, es decir, el hombre, su inventor, y su conciencia. Ordenado primitivamente por el movimiento relativo de los astros o, a continuación, por los ritmos de las tareas agrícolas y, posteriormente, por intervención de los emperadores romanos y los grandes monasterios de la edad medieval, su actual segmentación, cada vez más teórica y cultural, amenaza con sumirnos en la más profunda desesperación, es decir, en la pérdida absoluta de esperanza. En el binomio cernudiano que tanto le gusta citar a mi buena amiga Celia, nunca estuvieron tan distanciados la realidad y el deseo.

 

Los deseos, de identidad, autoafirmación, independencia o éxito se vuelven inalcanzables a medida que luchamos por sobrevivir y perdemos el tiempo en las redes virtuales (también en el bar, aquí no hemos cambiado tanto), al mismo ritmo en que nuestros miedos se adueñan del discurso de los sueños, envueltos en una retórica cada vez más sofisticada y conceptual de la que se alimentan los individuos sin escrúpulos que pasan de hacerse estas preguntas y vierten todos sus esfuerzos en producir (acumular), especular (arruinar) y satisfacer (generar) necesidades derivadas de la biología, con una base fundamentalmente química, sin el freno de la cultura o la filosofía, materias en descomposición.

 

Esto, que ocurre a diario, se hace más presente si uno viaja a Madrid y se sumerge en esa pecera de monóxido de carbono, óxido de nitrógeno y metano que es la capital, vivienda de muchos de quienes eran nuestros amigos, con quienes me gusta juntarme cuando me aproximo a sus calles, siempre como un viajero ocasional, un turista despistado que avanza de un modo anárquico por las aceras donde anduvieron Lope y Quevedo, por las que pasearon los ilustrados, los golpistas, los franceses, los liberales, Prim y sus asesinos, los Alfonsos, los grises y los intelectuales que nos devolvieron la vida en color, la democracia y sus matices.

 

Como ahora lo hacen los maestros de la oratoria vacía, del neuromarketing y los nuevos tabúes justificados en los dioses contemporáneos, unos principios que emanan del hombre y que se contradicen, sin embargo, con los ecologistas que nos sitúan como una especie más de este sistema de sistemas llamado Tierra. Y los populistas, y los comerciantes, con métodos cada vez sofisticados, con éticas cada vez más rudimentarias. Con más ambición y menos escrúpulos. Con más sed y peor gusto. Y los ciudadanos, empoderados dentro de una maquinaria que desconocen, en la que apuntan, cuando apuntan, al mono que pulsa el interruptor, no al que le da chispazos para que así lo haga, un ente invisible y despiadado, sin sombra.

 

Suena “Amores de barra” en el bar de provincias en el que evoco mi fin de semana en Madrid y sus alrededores. Y me cuesta recordar la emoción que me provocó la visión de Las meninas. O la constatación de la genialidad de El Bosco y la bella precisión con la que resolvía Murillo sus vírgenes. Hace muy poco tiempo, unas horas en la escala histórica, un parpadeo en la geológica, ciertos pintores pudieron dedicar su tiempo a ejercer su maestría, a plasmar en obras imperecederas el dominio de una técnica y una sensibilidad únicas.

 

El otro día, tal vez, los vi en una azotea, mirando al horizonte, grabando imágenes en su mente mientras se preguntaban por el precio del metro cuadrado en una manzana podrida de un suburbio cualquiera, reflexionando sobre la paternidad y la maternidad, echando de menos el tiempo que pasaron en Sevilla, en Hertogenbosch o en Fuendetodos. Echando de menos el tiempo, sin más, el que se nos va pensando en el tiempo, el que se nos va pensando en el tiempo que pasamos pensando, soñando, apuntando al mono que pone en marcha la maquinaria e ignorando todo lo demás, puede que, esto sí, lo importante.

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