El oficio de querer

«La vida yo no la he pedido», insiste Cesare Pavese en los apuntes de diario recogidos en la obra Oficio de vivir. «Nadie puede huir de sí mismo, ninguna alma puede cambiar de naturaleza», piensa y recoge por escrito. Y está en la naturaleza del ser humano querer. Querer aunque solo sea para sentirse querido; abrazar para acoger el abrazo del otro, cuidar para saberse útil y acumular derechos a futuro a la espera de sentirse inválido física o emocionalmente.

No hay acto más y mejor encaminado a la supervivencia del individuo que el acto de querer. Querer te pone en alerta en el cuidado de terceros y en el propio: nadie quiere morir o enfermar enamorado, ya sea por no defraudar a la persona amada como por no verse forzado a renunciar al efecto embriagador de la pasión original. Querer te impulsa al cuidado personal, en la medida en que el que quiere acepta someterse al severo juicio de la persona con la que comparte el sentimiento y a la que aspira a gustar.

Querer es un acto egoísta. El amor nos viene dado al nacer, al identificar pronto a las figuras protectoras de nuestros padres, a quienes olemos antes de poder delimitar sus formas, a las que escuchamos antes de comprender lo que dicen. En cuanto este amor se va haciendo más y más racional, cuando ambos seres, padre (o madre) e hijo son capaces de expresar ideas y juicios y tomar decisiones, empezamos a sentir la necesidad de enamorarnos de personas de fuera del ámbito familiar, personas que, al menos durante un tiempo, adaptarán sus biografías, sus gustos y prioridades a los nuestros en una fusión tan perfecta como ficticia en la que vuelven a cobrar el papel protagonista las hormonas y las reacciones químicas.

Pero nadie puede huir de sí mismo, ninguna alma puede cambiar de naturaleza. Luego querer es también un milagro y, por encima de todo, un oficio. Hay mucho de cotidianidad, resolución de conflictos, gestión de emociones en el día a día de dos (o más) idiosincrasias que se reúnen en diferentes puntos de su vida tras un proceso de selección que parte fundamentalmente de una exclusión involuntaria: la de no poder conocer al 99,99999 (hasta el infinito) de contemporáneos. Pero nos gusta pensar que estábamos llamados a encontrarnos, claro, como lo pensamos también de nuestro oficio, de nuestra pasión. Es el primer autoengaño necesario para hacer funcionar cualquier proyecto que emprendamos. Es así porque no podía haber sido de otra manera, nos decimos, lo creemos y reunimos fuerzas para ir a por ello.

Somos una pandilla de suicidas. Hablo de los seres humanos que observo a mi alrededor, de algunos años más o menos. Hablo de mí mismo, por supuesto, tan centrado en proyectos muy concretos, en cuitas de escasa importancia, envuelto en la nebulosa del éxito profesional y fascinado, en lo romántico, por la novedad. Es la naturaleza que no puede alterarse, es el “mí mismo” que se empeña en mantenerse a mi lado y me lleva a valorar tan poco el milagro de la coalición de voluntades que se produce de vez en cuando, no sé si por azar. La búsqueda de misterio es tentadora, pero qué error no comprender que el verdadero misterio también puede dormir a nuestro lado cada noche y que fracasar a la hora de desentrañarlo puede ser la misión más divertida de nuestras vidas.

Tendemos a abusar de la memoria, fosilizamos la imagen del ser querido en el punto cronológico que más nos conviene a nosotros, no al ser querido. Los recuerdos se convierten en fotogramas que se añoran, cuando evocan momentos especialmente felices, y en losas que caen sobre el presente de las relaciones cuando nos retrotraen a errores fatales. La daga no mata si la herida es limpia y no alcanza órganos vitales, pero hay algo de morboso en la llaga que se amorata y llena de pus y que nos invita a seguir hurgando hasta hacerla incurable. Algún día no estaremos en condiciones de viajar y el recuerdo color salmón hará más negro el tono del presente. Algún día comprenderemos que el perdón no era perdón, sino indiferencia, y aplicaremos el mismo remedio en su debida dosis.

Paseando estos días por Salamanca, la ciudad donde tuvo lugar mi educación sentimental, acepto la tesis de Pavese. Intento reconstruir mi pasado, acudo a planos mentales de mi barrio, aquella ciudad que nos surtía de todo lo elemental, aquella ciudad que era el mundo, un mundo sin mar. No puedo huir de mí y mi naturaleza es por definición nostálgica, aunque mi cada vez menor atención colabora con la desmemoria y la anestesia que provoca.

Ya echo de menos Portugal, aunque por momentos me mostré insoportable, lo que en el futuro puede ser una anécdota o una prueba, esto dependerá del futuro, no del pasado. Ya echo de menos también el querer en movimiento, el tránsito, el cambio de destino, la carretera (sin manta), el colchón desconocido, la terraza que mira cada vez a un paseo distinto, a un océano que nunca es el mismo. Y comprendo que cuando más éxito tengo en la infructuosa huida de mí mismo es aprendiendo el oficio de querer junto a ella. Por egoísmo y supervivencia. O por lo que sea.

Hasta aquí la reflexión y la nostalgia. Dejo paso a las hormonas y me dirijo a su barrio, a su mundo sin mar para ganar otra infancia y nuevos vínculos. Para querer y vivir, para querer para vivir.

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