Siempre nos quedará Lisboa

Tengo la sensación de que los lisboetas viven esperando el próximo gran terremoto, la llegada de un nuevo dictador, una nueva matanza de cualquier etnia injustamente señalada. Siento que sienten pena cuando piensan en el futuro y también cuando recuerdan el pasado, aunque lo llamen saudade como quien dice que juega para participar. En mi cabeza me invento que viven mirando al mar, pero que levantan sus haciendas a golpe de riñón por las empinadas cuestas de Alfama o el Alto, que cantan fado por contentar a los turistas, pero que por ellos mismos ya no lo harían. Total para qué.

No descubro nada si digo que Lisboa es una ciudad de contrastes, que a escasos metros conviven Luis de Camoes, subido a un pedestal, portando una espada, y Fernando Pessoa, de rodillas cruzadas, esperando la penúltima copa. La poesía del primero estaba al servicio de la épica y la gesta, del viaje y lo desconocido. La del segundo, o más bien la de sus heterónimos, era más bien una forma de describir al hombre corriente, de oficina, pantalón, camisa y si acaso corbata, de justificar su existencia, previa a la muerte natural, patética, o al suicidio, no menos patético. Si el Tajo de Camoes era el río que se abría al océano y daba salida a los barcos que conquistaban mundos, el Tajo de Pessoa es también el río que pasa por su pueblo, cuya principal virtud era esa, pasar por su pueblo, en este caso Lisboa.

Si los portugueses han viajado tanto, además de por el motivo evidente de la panoja, ha sido porque tenían un lugar al que regresar. No es lo mismo estar de noche en medio del mar, habiendo perdido de vista la costa por los efectos de la bruma, sintiendo el barco zozobrar si en el recuerdo se alza la vista de Lisboa desde el río, sus ocho colinas y sus coloridas casas, que si en la mente acude un pueblo sombrío, una era, un trigal venido a menos, un río seco donde ya no queda ropa que lavar. Lisboa es el faro que en la distancia llenaba de esperanza a los marineros, ese lugar seguro del que hablan los psicólogos y al que nos aferramos cuando nada queda en firme, asido a la tierra.

He tardado demasiado tiempo en venir a Lisboa. Me imagino por sus calles, de estudiante, ideando planes maestros, aún con fe en la política, lleno de inocencia y optimismo. Me imagino visitando sus librerías que abren hasta tarde, sus bares-librería, sus bares, también los que no tienen libros. Me imagino de bohemio en Lisboa cuando ser bohemio era una elección romántica y no un eufemismo de inadaptado o pobre de solemnidad, camuflado entre el espíritu intelectual y el anonimato que ampara al ciudadano de toda gran ciudad, asesinando a los incultos a golpe de clavel, arreglando el mundo en una cafetería.

Lisboa era bonita en mi imaginación. Así me la habían pintado quienes la habían visitado, quienes habían vivido en ella. También Saramago, Eugenio de Andrade, Tabucchi o Eça de Queiroz. También Pessoa, a su particular manera, a través de Álvaro de Campos. Lisboa también será bonita en mi memoria. En ella dejo mis gotas de sudor y parte de la goma del calzado. También un trocito de este corazón que ya añora volver a ella por tierra, mar o aire, en ese vuelo a Lisboa que partía de Casablanca y que muchos, imitando a Bogart, no tomamos a tiempo, dejando volar en él lo que más queríamos.

Pero aún quedan más tranvías por partir. Y siempre nos quedará Lisboa.

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