El deporte antes del deporte

Normalmente preferimos un incidente, una anécdota que nos provoque una impresión, que nos siente ante el folio en blanco de nuestro procesador de textos con el ímpetu furibundo de quien se siente testigo privilegiado, aunque no lo sea, de un momento estelar de la humanidad. Necesitamos conocer solo un detalle para poder imaginar el resto, que lo que quede a la vista sea una mínima parte del conjunto. De lo contrario, nos limitaríamos a ceder nuestro espacio a los cámaras, maestros en captar la belleza del instante, su grandiosidad.

 

De ahí que los Juegos Olímpicos sean materia prima de documental, de portada histórica, de exposición fotográfica futura. Todo está a la vista del espectador, la magia del deporte se desnuda impúdicamente ante las cámaras con toda su emoción inicialmente contenida, educada por el entrenamiento físico y mental, y finalmente desatada, cuando el cuerpo traspasa la línea de meta, se eleva sobre el listón, se reboza en el foso o asiste al vuelo de un proyectil. Cuando ya se hizo todo lo que se pudo y no hay quien detenga el torrente de lágrimas o la escurridiza carcajada que sube por la laringe.

 

Es el atleta, el deportista de élite, un ser extremadamente emocional. Por eso parte de su entrenamiento se centra en la domesticación de sus instintos, pues siempre están preparados para entrar en batalla, sin antes medir sus fuerzas con las del león, sin, por supuesto, valorar las consecuencias directas de sus actos, sea una raqueta que vuela o un conato de deserción. El deportista de élite tiende a ser optimista y al mismo tiempo memorioso. Recuerda para aprender, olvida para seguir adelante. Si se relaja, sonríe, o se enfada. Si se acuerda, se concentra y frunce el ceño para afinar las armas de la percepción.

 

No hay nada que contar y sin embargo contamos. Aunque sepamos que, ante los sucesos excepcionales, la mejor respuesta sería un silencio en muestra de asombro y respeto. Aún somos capaces, los seres humanos, de hacer abstracción del giro, el salto, el escorzo, generar conceptos del choque, la escalada, el equilibrio. Estamos programados para contar y contarnos. Por este motivo vemos los juegos desde nuestra penosa mirada, apenas tapada por la incipiente barriga. Y los contamos en primera persona, desde nuestra limitada primera persona.

 

De ahí que ardan las redes con el fuego de Olimpia, y se consuman en sus ascuas los debates que las inundan en estos días en los que lo mejor que podríamos hacer sería reír y llorar con los atletas, sufrir de rabia o ansiedad, como ellos, en un ejercicio de empatía silencioso. O ser patriotas de sofá y enarbolar las banderas en un escenario marcado por el humanismo y la paz, el mejor antídoto contra los populismos que pregonan odios que desembocan en guerras. Pero no, debatimos y generamos nuevos conceptos, nos posicionamos ante el superviviente, teorizamos desde los cafés vieneses sobre el papel de la infantería, hacemos predicciones sobre el pasado: apartamos y juzgamos pese al ejemplo de ecumenismo que ofrecen los atletas a diario.

 

Contamos y contaremos, está en nuestra esencia narrativa. Comentamos y comentaremos, como jueces de carrera frustrados que somos. Pero por suerte, aunque aún es pronto para saber cuál será el legado de estos juegos, no quedarán los «y si», los «debería», los «yo (¿tú?) en su lugar». Tampoco las lecciones morales, los nuevos conceptos sociológicos o de la Psicología Social. Quedarán las historias de los deportistas, esas a las que los cronistas apenas podemos añadir una coma porque lo dicen todo con el cuerpo, con el rostro, como los actores de cine mudo, como los atletas antes del atletismo, la escritura y Twitter.

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