Correr, brincar, lanzar

Correr, brincar, lanzar. La vida seguirá siendo eso después de esta pandemia y de las que vendrán, que diría Bill Gates. Aunque evolucionemos, dicen, en mentes sin cuerpo, en cerebros sin correlato material, meros avatares. Aunque nos definan más nuestros perfiles en redes sociales que la primera impresión que ofrezcamos en un encuentro físico, de mirada a mirada. Correr, saltar, arrojar, los tres verbos que dan forma y constituyen la esencia de la infancia preverbal, anterior a la lectura y la escritura (incluso a las videoconferencias), y que solían acompañar al niño hasta su inclusión en la deshonrosa categoría de los seres adultos (forzosamente sedentarios), seguirán estando presentes, por los siglos de los siglos, aunque solo sea como un hito en nuestra evolución o un episodio fundamental de la historia de nuestra especie.

 

Para bailar, para jugar, para follar o hacer el amor –allá cada cual–, y antes para cazar, recolectar, huir o presentar batalla, para todas esas habilidades que nos definen como entes sociales y miembros de una comunidad, nuestro carácter atlético se erige en fundamental. Es por ello que la educación física, no solo reducida a la categoría mercantilista, y tan manoseada, de salud, sino a través de un concepto mucho más amplio, deba recobrar protagonismo, ganar peso específico en nuestro paso por el planeta Tierra y en la formación de las futuras generaciones.

 

Para comunicarnos (el 65 por ciento de los mensajes son no verbales) y transmitir parte de lo que somos. Para comunicarnos y recibir, y devolver, parte de lo que los demás nos ofrecen. Para experimentar placer y, al mismo tiempo, para entrenarnos en el dolor. Para emocionar, como hoy lo han hecho las atletas del triple salto, los saltadores de altura, los corredores del cien en una tarde de atletismo en Tokyo que ha rendido homenaje a los grandes hombres y mujeres de la historia, a Jesse Owens, A Abebe Bikila, Emil Zatopek, Florence Griffith o Yelena Isinbayeva.

 

Ellos, los de antes y los de ahora, en la persecución de los tiempos y las medallas, nos han dejado herencias imperecederas en forma de momentos únicos. Como meros contempladores de sus hazañas, de su actitud heroica transformada en movimiento (salto, carrera, lanzamiento), hemos sentido su dolor y su alegría, nos hemos identificado con la tragedia y la gloria. Ante la brutal sinceridad de su esfuerzo extenuante, aunque muchos lo habrán intentado, solo nos ha quedado callar, reconducir nuestra energía negativa hacia el silencio y admirar, franca y honradamente, sus superpoderes.

 

Detrás de estos, años de renuncias, decisiones vitales tachadas de egoístas o insensatas. Madrugones, dolor, sentimientos de culpa y soledad. Tantas cargas que, ante el ruido de los numerosos debates que surgen en las redes a propósito de los Juegos (la turba en las tribunas de Olimpia, que diría Píndaro), allí donde solo somos meros avatares definidos por nuestras opiniones, y las opiniones sobre nuestras opiniones, solo me queda dejar de escribir, ponerme en pie, sacarme el sombrero, arrojarlo al aire y saltar a por él. Controlar la respiración, focalizarme en la tarea y sonreír una vez más por la exhibición que esta tarde nos han dado los atletas en el uso virtuoso de sus cuerpos. Saltando, lanzando, corriendo. Sufriendo y llorando de felicidad en la mejor película de cine mudo de lo que va de año.

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